sábado, 6 de diciembre de 2008

Mejor morir tumbadito que esforzarse a vivir levantado.

Si uno busca la palabra ocio en el diccionario, encontrará que tiene una doble significación. La negativa que designa el tiempo ajeno al horario del trabajo, o la positiva, con la que se refiere a las actividades emprendidas en este período extralaboral. Múltiples y variadas son las actividades que pueden considerarse como ocio: quedarse atrapado entre los cojines del sofá y los rayos catódicos del televisor, desinhibición moral en locales nocturnos, enclaustrarse para sudar conjuntamente mediante mecanismos estilizados, insultar a gritos a un hombre vestido de negro mientras éste ve como 22 personas juegan a fútbol, etc.

Suele llamarse a estas actividades de ocio como rituales de descarga. Son rituales porqué exigen una doble condición: la repetición y el ajuste a reglas procedimentales. A la vez, se dice de estos rituales que descargan porqué ayudan a soportar el cansancio y tedio del trabajo.

Hasta aquí es de suponer que no haya problema en aceptarlo, pero querría hacer una observación. ¿Qué es lo que nos molesta del trabajo? ¿La repetición de acciones? ¿Lo rutinario? ¿La falta de sorpresa? Esto tendemos a afirmar de modo casi mecánico, dando la impresión de que la aventura es el opuesto del trabajo. Pero si contra el asco laboral lidiamos con rituales de descarga ¿no significa que afrontamos el trabajo con más trabajo? Podemos aceptar que la aventura no es lo opuesto a la rutina, pero entonces que tiene de especial la actividad del ocio que la preferimos a la del trabajo? O en negativo ¿qué es lo que detestamos de trabajar, si reconocemos que no es lo rutinario?

Pudiera decirse que los rituales de descarga, en frente del trabajo proporcionan al agente placer. Pudiera también decirse que mediante este placer, el agente olvida el dolor y la angustia que el régimen del lugar del trabajo le genera. Aparece una diabólica dialéctica aquí. Pues si el placer del ocio sirve como compensación al trabajo, pasa después a ser uno de los motivos que nos impulsan a trabajar. Necesitamos ganar dinero para poder garantizarnos estos pequeños rituales de descarga. Lo que antes era un medio se convierte ahora en fin. Los rituales de descarga son pues también rituales de inicicación o de sujeción.

Sigamos anotando una segunda diferencia del ocio respeto al trabajo.
Podemos aceptar que la rutina no es la causa del malestar en el trabajo, puesto que los rituales de descarga también se basan en ellos y, sin embargo, dan placer. Entonces podemos ensayar una segunda explicación a la pregunta sobre qué es lo que diferencia el ocio del trabajo. Podría ser que lo que hace realmente desagradable trabajar es el hecho que el resultado de la acción no repercute directamente en la vida del ejecutor, sino de modo mediado -o alienado- en forma de salario. Esta es una respuesta de tipo marxista con bata de boatiné que pondría la alienación como criterio diferencial entre trabajo y ocio. Una crítica más actual diría que pensar el ocio como trabajo es ya fruto de la victoria del capitalismo, pues la lógica económica de la productividad penetra en todos los recovecos de la cotidianidad. En nuestro tiempo libre, seguimos alimentado el hambre del mercado. Un ocio encarado al consumo no es más que la victoria final del capitalismo.

Visto así lo más revolucionario es hacer el vago. Pero si la gandulería quiere ser realmente anti-sistema no tendría que limitarse al tiempo de ocio, sino penetrar de lleno todos los ámbitos de la vida. De este modo, podemos ver al escribiente Bartleby de Mellville como un pionero revolucionario. Alguien que se niega a que su vida se subordine a la lógica del provecho y esto, de modo tan radical, que sólo puede ser un auténtico acto de subversión, aquél que sea absolutamente inútil.

La tragedia de la revolución poscapitalista reside en que es efectiva en la medida que garantiza su propia inocuidad.

martes, 30 de septiembre de 2008

Turismo o la mistificación de lo ordinario.

Tengo que confesarlo. No me gusta viajar y no comprendo a los amantes de tan aborrecible mata-tiempos. Creo que los dos argumentos básicos en que se sustenta esta aborregada práctica son falaces: ni se descansa ni se aprende nada. Viajando uno no descansa ni se relaja pues tiene que lidiar constantemente con la incomodidad de estar fuera de la protección atávica del hogar. Pocas mudas suficientes, ningún servicio dónde “reflexionar” en privado y todos los rituales cotidianos pasan a ser supervisados por agentes extraños. Por otro lado, sospecho que nadie aprende un carajo. Lo único que uno se encuentra fuera de sus territorio son ciudades modernas con distintos toques regionales o tribus locales que recuerdan a nuestros pueblos más aislados de las capitales: lanzas en el lugar de las boinas y los sacrificios en el del dominó. Creo que lo que hace de un viaje “edificante” es la mirada del turista, que mediante un efecto de extrañamiento se dirige a su alrededor con mirada inquisitiva. No le queda más remedio, ha pagado para pasarse una semana en aquél sitio, así que más le vale encontrar algo que le divierta si quiere aprovechar su inversión. Quién sabe si no sería más interesante aplicar la mirada del turista a nuestra realidad más inmediata y usual. El viaje tiene cierto carácter de parque temático y rara vez, creo, se aprende algo verdadero en este tipo de actividad borreguil.

Sólo un viajero auténtico puede ser atrapado por un chorro de misterio, pero hay que ser especialmente sensible para captar la sutilidad con que la realidad se torna mágica. Esto me recuerda una anécdota que se sitúa en uno de mis pocos viajes.

Erraba yo por las calles de Estambul, perdido entre las brechas de esta inmensa megalópolis, intentando desesperadamente encontrar el camino de vuelta al hotel. Había caminado largo tiempo y estaba hambriento. El azar quiso que merodeando en un mercado en busca de pescado, encontrase una tienda que me llamó la atención. Más concretamente, era un hombre que exponía unos horrendos cojines encima de una mesa. Lo realmente sorprendente, a parte de la sistemática falta de gusto, era un cartelito que, con una grafía improvisada, titulaba los productos del puesto como “Magic pillows”. Pregunté al tendero en mi modesto inglés por este supuesto carácter sobrenatural de los cojines. Él me respondió que todas poseían propiedades extraordinarias, aunque el poder de cada una era especial. Una permitía tele transportarse, otra volar, una daba al usuario la capacidad de oler a naranja durante doce horas y otras garantizaban un control total de los sueños a aquél que depositara su cabeza, etc. Sólo había dos condiciones para la compra.

El comprador tenía que elegir el cojín sin saber qué extraño poder conllevaba ni como se activaría éste. Según el vendedor, los modos de activación de los poderes eran variados: podían necesitar el contacto con el agua, ser utilizado durante más de una hora seguida, tocar un pie, saltar siete veces sobre ella a pata coja durante una hora de sábado por la tarde. En definitiva, que uno podía pasarse meses sin saber que oscura habilidad ocultaba su cojín.

No pude resistirme, así que elegí el menos feo y lo llevé a mi hogar. Han pasado ya varios años y pese haber probado una gran variedad de combinaciones, mi cojín no mostró ninguna habilidad. Pasé largo tiempo pensando que había sido estafado, pero después de profundas cavilaciones entendí que esta sospecha era falsa. La habilidad de mi cojín, lo que le hace especial respecto a los otros, es precisamente el no tener poderes sobrenaturales. Tuve suerte y elegí el único que puede ser usado sólo como un colchón ordinario.

jueves, 7 de agosto de 2008

Sobre libertad y apatía...

“Lo único que garantiza el esfuerzo es el cansancio. Éxito y fracaso son meras contingencias”




“No hagas hoy, lo que puedes hacer mañana. Pues no es urgente lo que es prorrogable”




“La publicidad sueña con un mundo sin libertad”



“Los cobardes defienden que el movimiento del mundo se rige por la más estricta necesidad. Los valientes asumen que viven en manos del azar. Y los inteligentes no abordan estas cuestiones”.




(…)

jueves, 24 de julio de 2008

Post sobre el humanismo

El otro día topé con un comentario que me hizo cavilar. En un programa sobre literatura, un entrevistador alababa "el excelente humanismo del invitado". Este atributo me inquietó. En el modo en que lo utilizaba se daba a entender que el invitado era una persona que poseía gran cultura porqué amaba al ser humano. Parecía así que nos encontrábamos ante un filántropo con todas las de la ley. Pero éste no es realmente el caso.

El humanista es aquél que ama al ser humano. Esto poca gente lo discutirá, lo que no esta tan claro es el concepto de ser humano al que el neologismo “humanista” refiere. El ser humano en que piensan estos discursos es ni más ni menos que un hombre perfecto, con gran sensibilidad, estudios e impecable moralidad. Un humanista es un ser humano entrenado que niega su carácter de ser deseante.

Si aceptamos esta definición me atrevería a afirmar que no hay ningún humanista real, puesto que esta definición se sustenta en una imagen utópica y muy restringida del hombre.

Un humanista niega o minusvalora aquellos momentos miserables que quedan sumergidos en lo profundo de la conciencia. Emociones inconfesables con las que lidiamos cotidianamente: el odio extremo que nos despiertan ciertos personajes, envidia mal sana ante la suerte del amigo, sueños infantiles donde somos deseados por todo el mundo, situaciones sociales ficticias donde damos muestras de un poder abrasador…. En el interior de la vida emotiva de todo humano afloran y son negados estos sentimientos miserables a favor de un código moral.

La moralidad no es nada más que la internalización de una ley social muy útil para la convivencia y el orden. Quien actúa moralmente reprime las bajas pasiones que inevitablemente conforman su ser. Esto no es malo, pero es falso pensar que por ser moral uno deja de tener una dimensión ruin.

El sustrato miserable del hombre es lo que niega el concepto de ser humano. El humanista desea que estas pequeñas mezquindades sean totalmente erradicadas. Como un autentico fascista, el humanista quiere encauzar a todos los hombres en el patrón del ser humano. El humanismo es un sueño dónde todo el mundo sabe latín, reprime sus impulsos componiendo sonetos, a la vez que es crítico artístico y un competente conocedor de la teoría de las supercuerdas.

Ante el desprecio por estas altas cuestiones de la muchedumbre, la vanidad del humanista se irrita en extremo pues supone una elevada pérdida de fans potenciales. Ante la concupiscencia y atolondramiento de la masa, el humanista actúa con condescendencia que es, ni más ni menos, que el odio sádico de un espíritu refinado. Por eso sería apropiado decir que la misantropía es la otra cara de la moneda del humanismo.

martes, 8 de julio de 2008

El sueño

Tengo un sueño recurrente desde hace tiempo. Suele venir cuando como sardinas con escabeche para cenar. Me pregunto, sin embargo, si tiene algún significado concreto, a parte de ser índice de una mala dieta alimenticia.
En el sueño vuelvo a estar en el antártico. Tengo mi fabulosa máquina de escribir y cinco hojas en un blanco virgen. Me apetece escribir sobre algo, pero no sé qué. Oteo el horizonte y contemplo como una magnífica aurora boreal regala a mis ojos su maravillosa danza cromática.

Empiezo a escribir. Más bien a describir, “rectángulo imperfecto formado por una amalgama de rojos violáceos con esferas brillantes atravesados por uniformes líneas paralelas amarillas…”. Cuando llevo un rato, paro, lo leo y me desagrada profundamente. Es un mero intento de traducir a palabras la información de mi vista. Pero la belleza es algo más que un mera disposición de figuras y colores. Arranco la hoja y la tiro al agua. Lo bello aparece cuando una determinada disposición de un objeto suscita en mi ser una reacción.

Vuelvo a mirar la aurora y repico las teclas de la máquina con mis aletas: “El movimiento incesante de color ante mis ojos, me produce la certeza de la imposibilidad de retener este momento. Soy pequeño ante la majestuosidad de este fenómeno que existe indiferente a mi. Nuevos colores aparecen en el ondear del cielo, colores que nunca había visto antes y que nunca más probablemente, volveré a ver. Al sentimiento de pequeñez le acompaña un extraño sentimiento de dicha ante la idea de ser especial por poder apreciar la majestuosidad de este momento. Hay algo dentro de mi, que tienen su origen en el estómago y quiere expandirse, pero se encuentra con los limites de mi piel, una pequeña lágrima se escapa furtiva, mejilla abajo…”. Pura basura. Otra hoja al agua.

En esta descripción he dejado de lado a la aurora boreal para hablar de mi. La belleza es una comunión entre el espectador y la cosa que dice algo sobre el mundo. No un mero juego de masturbación visual.

Repito el proceso: contemplación del espectáculo natural i repique de teclas. “En las múltiples formas que este leviatán coloreado emprende puedo ver un gigante comiéndose peces, ahora como el gigante se transforma en un gran águila y un coche. Placer indiscutible en encontrar significaciones en el lento transformarse de las figuras. Como si de un astuto detective se tratase, encuentro los motivos ocultos, la esquiva necesidad de este deambular aparentemente –y sólo aparentemente- errático espectáculo”….¡Aaaaaaargh! ¡Al agua hoja! Estoy aprovechando los impulsos de la imaginación que la contemplación de la aurora me produce. Pero he caído en otro juego narcisista, dónde prescindo de hablar de lo irreductiblemente especial que es este fenómeno. Tampoco puedo hablar de este fenómeno sin ponerlo en relación con otras manifestaciones artísticas y contando que ofrece de nuevo éste…. A escribir: Como si el color de los cuadros de Rotko se fueran transformando en múltiples entes diferentes hasta convertirse en una amalgama de líneas y formas a estilo de Pollock. En esta transformación cinética se esconden potencialmente infinitas figuras mostrando aquel momento donde la impresión anhela expresivamente reconciliarse con su función figurativa….” ¡La madrequemeparió! Sigo sin entender lo que he escrito a pesar de haberla leído seis veces! En ningún momento he hablado del a fenómeno….es solo un ridículo ejercicio vanidoso de arrogancia cultural. Parezco un lamentable crítico intentado mostrar gratuitamente mis cotas de erudición.

Cuatro hojas flotan apaciblemente en el agua, sólo me queda una y ya no sé que decir. Tengo que ir con cuidado o….. De repente un gran brillo proveniente de mi espalda se apodera de todo mi alrededor. La luz de la aurora a aumentado. Hace calor y empieza a derretirse el hielo. Hace rato que este proceso había empezado, pero mis elucubraciones me convirtieron en ciego…… La máquina de escribir y la última hoja huyen con una placa de hielo flotante…. Nado rápidisimo. Tengo que escribir. Alcanzo la embarcación natural, preparo los dedos, miro por ultima vez la aurora boreal pero antes de poder escribir nada el hielo se funde por completo y yo y la máquina de escribir nos sumergimos. Intento agarrarla, para evitar que se pierda en la profundidad y lucho en vano para sujetarla. De repente me doy cuenta de lo inútil del esfuerzo: no puedo nadar, aguantarla y escribir al mismo tiempo. Además ya no hay nada sobre lo que escribir: sólo la oscuridad de un océano infinito. Una estratificación de transparencias percibida como una simple negrura.

Este sueño, como ya he dicho se repite a menudo. No consigo entenderlo. ¿Qué significa? ¿Es muestra de mi incapacidad para corresponder racionalmente a los hechos? o ¿una simple treta de la realidad para decirme que quiere sentirse libres del yugo de la significación?

¿Es acaso la belleza un ángel exterminador que combate la soberbia de la racionalidad humana? o ¿el índice de que lo racional no se agota en lo discusivo?



(Texto inspirado en la ilustración de evidenti)

lunes, 30 de junio de 2008

Ideas en miniatura....

“Justo dos segundos después de aprender a andar a dos patas, el hombre empezó a tropezar”.



“La luz nos ciega e impide apreciar la verdadera oscuridad del mundo”



“El cinismo es la moralidad de los desesperados”



“Las citas son frases huérfanas, que sueñan en mundos donde viven en el amparo del sentido reconfortante de un gran texto”.



...

miércoles, 25 de junio de 2008

Ancianus selachimorphus

Los miércoles voy al mercado. Es el día que tienen sardinas frescas. Me encantan pero conseguirlas se hace tedioso. En este sentido añoro el antártico. El único peligro con que se lidiaba al pescar eran focas y orcas. Estos son animales bastante previsibles y no tienen nada que ver con los grandes devoradores que merodean por el mercado: las ancianitas. Estos sanguinarios “selacimorfos” son los amos del lugar y se mueven con una impunidad y seguridad equivalente a la de los mafiosos en sus dominios.

Uno tiende a concebir a las ancianas como seres llenos de paciencia y benevolencia, pero si las observas en el mercado -su hábitat natural- lo que transpira es una ansiosa y ciega voluntad de maximización de beneficios. Yo mismo he sido víctima de crueles engaños y chantaje emocional.

Recuerdo una vez que, estando en la cola del supermercado, con mi carrito semi-lleno, el ruido de una garganta ejecutó el acto reflejo de girar mi cabeza. Allí estaba una ancianita sujetando un paquetito de arroz y aparentando mirar hacia otro lado. Al ver su pequeña compra, le dejé pasar. Ella asintió ávidamente antes de que hubiera yo terminado la frase de cortesía. Dicho sea de paso: significa que estaba ya esperando mi ofrecimiento.

Lo sorprendente fue cuando se movió y ,salido de la nada, o mejor dicho, justo detrás de su cuerpo -situado estratégicamente para ocultarlo de mi radio de visión- apareció una cesta llena de productos. La agarró y lo vació en la cinta de la caja registradora. Pocas veces mi rostro ha dibujado una expresión mayor de estupidez.

Otra anécdota me viene a la cabeza. Estaba yo en el metro sumergido en la lectura de “El mundo como voluntad y representación” cuando empecé a recibir unos constantes golpes de un pandero anónimo sobre mi libro. Alcé ligeramente la mirada y vi el cuerpo de una ancianita –más bien entrada en carnes-. Al percatarse de mi movimiento de cabeza, empezó a gemir y a quejarse de su dolor de rodilla. Mi vuelta a la lectura no sirvió para hacerme el sueco, pues al cabo de poco, numerosas voces estaban ya increpándome. Harto, me levanté y sucedió ante mi algo sorprendente. Otra ancianita, más vieja pero más delgada, aprovechó el momento en que mi cuerpo hacía de barrera, para anticiparse y apoderarse del asiento. No puedo recordar esta historia sin que me venga a la mente el día que vi morir a mi primo Pablo a manos de dos tiburones famélicos. Las ansias con que se disputaban la pieza revelaban una incomoda verdad: el egoísmo tiene un fundamento natural. Y a veces, parece aumentar con la edad.

Quisiera terminar esta reflexión con el relato de uno de estos momentos dónde el ingenio cae en saco roto.

Estaba yo en una verdulería comprando pistachos. No había nadie en la tienda, salvo una pareja de ancianos que tras de mi querían pagar su lechuga. De repente la cajera tuvo problemas con el código de mis pistachos y tuvo que pedir ayuda a una compañera. Los ancianos se ponían nerviosos por momento. A cada intento fallido respondían con un suspiro. No pasaron ni dos minutos que los ancianos iracundos dejaron la lechuga y salieron del establecimiento con desaire. Nos miramos con la cajera y me dijo con cierta ironía: “Parece ser que tienen prisa”. A lo que yo respondí sin pensarlo: “Cuando la guadaña de la muerte se acerca, cada segundo es precioso”. La verdulera me miró con horror y me cobró mis frutos secos en silencio.

Magna injusticia dónde un comentario ácido es menos tolerado que un acto gratuito de desprecio a un trabajador. Preciso es recordar que la tercera edad y los niños son un estado de excepción donde se exime a sus representantes de la responsabilidad moral , a la vez que se exige a los foráneos una hipersensibilidad fetichizada y totémica.

viernes, 20 de junio de 2008

Sobre lo kitsch, materiales para un programa ético-estético.

Recuerdo con placer, cuando en mis tiempos en el antártico me pasaba todo el tiempo echado en la tumbona y sumergiéndome en la lectura. Recuerdo de forma especial uno de esos momentos dónde el deambular teórico muestra una verdad más plena, al ser entendida como una vivencia.

Era época de apareamiento. Mi recurrente insociabilidad sumada, quién sabe si no potenciada, por mi pequeña disfuncionalidad del órgano sexual reproductor, hizo que me alejase del grupo.

Creedme sólo hay una cosa peor que un pingüino enamorado, y son los discursos sobre la experiencia de la paternidad de los pingüinos.

En el grupo solo se escuchaban frases como: “¡Tienes unas plumas preciosas!” “¡Noooo! ¡Tú mássss!”, “Tiene el pico de su padre!” o “Tener un hijo te cambia la vida. Te sientes mágica, más grande que un artista”.

Todo esto me resultaba nauseabundo. Un inquisitivo lector podría pensar que este sentimiento estaba motivado sólo por la envidia, pero eso no es cierto. En ningún momento de mi vida he anhelado la paternidad o sentirme enamorado. Son roles que simplemente no me gustan. ¡Mirad! Soy así de desagradable.

La cuestión es que me alejé del grupo con mi tumbona en una aleta y “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera en la otra. Su lectura me entusiasmó. Y en especial el despliegue que sobre lo “kitsch” hace e impulsa la obra.

Según la definición de Kundera, “kitsch” es “aquella actitud consistente en negar sistemáticamente la mierda en el mundo”.Kitsch equivaldría en cierto modo a lo que en filosofía, y más concretamente en teología, suele llamarse “teodicea” o “justificación del mal”.

Me di cuenta que el ritual de apareamiento de los pingüinos tenía mucho de kitsch y eso era precisamente lo que me molestaba. Esta exaltación a la vida y al amor no era mala en sí, sino en la medida en que servía de cortina de humo a varios hechos ligeramente más recalcitrantes.

Con sus discursos pretendían ennoblecer acciones que tenían su origen en aspectos miserables de nuestra condición. Procreamos por que es una exigencia natural de la especie y esta procura que esto pase impulsándonos al placer.

Tener hijos es concebido dentro de la mirada kitsch como un acto bueno, precioso, altruista y nacido de una voluntad libre, cuando en realidad es todo lo contrario. Estos discursos negadores de la mierda ocultan que precisamente somos unas marionetas naturales y egoístas esclavos del placer.

Cuando un se da cuenta de eso, puede observar lo kitsch en muchas esferas de lo cotidiano. Los principios morales suelen ser eso, un intento desesperado por negar lo arbitrario de nuestras acciones o simplemente un acto de cobardía que huye del momento de la decisión.

La mierda (lo malo y dañino) no desaparece por dejar de mencionarlo. Cada discurso que la oculta sistemáticamente es tanto más cómplice como peligroso. Pues nunca se sabe en que forma lo reprimido puede retornar.

Hay quién dice que la función del arte es precisamente hacer soportable este sustrato miserable de la vida. Es lo que también se llama la función “catárquica” del arte, pero esta afirmación tiene que ser pensada profundamente. Pues de sobras son conocidas opciones estéticas que pasan por convertirse en el opuesto sádico del kitsch. El ennoblecimiento artístico de la mierda es una de las propuestas estéticas más recurrente del arte con deliberado carácter de compromiso social.

Pero, por el contrario de lo que piensan algunos, la contemplación de la mierda no redime por sí solo. Al contrario, el artista puede llegar a ser cómplice de la maldad que ayuda a transmitir de modo estabilizador al espectador.

Tendría que pensarse una relación del arte con la mierda que nos evite la estéril disyuntiva entre ladear la mierda o estabilizarla. Rechazar y estabilizar son dos formas de complicidad que no ayudan a lidiar con el carácter miserable de nuestra existencia.

miércoles, 18 de junio de 2008

Para empezar con la recopilación de aforismos...

“La libertad consiste en estar exento de la obligación de elegir”



“Quizá es de vanidosos citarse a sí mismo, pero es de incompetentes y vagos utilizar a otros para decir algo”. Alguien.



“La erudición es la estrategia desesperada de los pensadores sin imaginación”.



“La sinceridad es la posibilidad, abalada moralmente, de insultar a alguien sin que te lo pida”




...

Un síntoma de la crisis de la actualidad.

Soy un ser sensible y, a veces, las injusticias sociales me deprimen. Cada vez que veo el telediario me entran ganas de llorar: desigualdad, odio e irresponsabilidad son, sin duda, los males de nuestro tiempo.

De forma casi sistemática, cuando estoy deprimido voy a un bar y lleno mi barriga de güisqui. No es que me guste esta bebida, pero me encanta la imagen. Muy cinematográfica, lo sé. Tengo mis ramalazos esnobs. Pues, en este tiempo postmoderno ¿qué nos queda sino unas buenas imágenes?

En fin, ayer me pasó una cosa realmente desagradable. Tres de cada cinco veces que hago mi pequeña liturgia en el bar, obtengo la misma frase al pedirle mi licor: “¡Pero si eres un pingüino!”. Como ser pingüino no significa ser amante de las obviedades suelo lanzar mi respuesta prefabricada: “Lo cual no significa que no tenga paladar sin el que saborear un buen escocés”.

Por lo general marchan y me sirven lo pedido. Pero ayer, un mocoso me respondió de una manera sumamente desagradable:
“La verdad es que ser un ave dificulta seriamente poder saborear algo. Pues en lugar de boca tiene pico. Eso significa que tienes un pésimo sentido del olfato, sentido importantísimo para el gusto y significa también que tienes pocas papilas gustativas en la lengua. Las pocas que tienes son el la parte inferior de la lengua y en la garganta, por eso….”

Le interrumpí con un ademán de desden con mi aleta y miré hacia el otro lado. El chico me miró apesadumbrado y se fue a buscar mi bebida. La trajo, me cobró y se fue.

Qué tiempos aquellos dónde todo estaba claro. Cuando todos los universitarios encontraban trabajo de lo suyo y podías sumergirte en el bar en la gratificante compañía de paletos.

lunes, 16 de junio de 2008

La dialéctica amo-esclavo en nuestro tiempo...

A veces cuado me siento solo, me dirijo a cualquier terraza de bar, pido un té y contemplo largamente el trabajo del camarero. Siento especial afinidad con los integrantes de este oficio, son los humanos más parecidos a los pingüinos. Los camareros como nosotros, incorporan esta mezcolanza de dignidad y humillación.

Van vestidos de un modo aparentemente elegante: pantalones de pinza, chaleco y pajarita. Este traje denota cierta distinción y, a la vez, servilismo.
El camarero sabe que su trabajo consiste en estar a merced de los antojos ajenos. Es un esclavo del deseo de los otros. Esto reproduce una conciencia desgraciada, un jeringazo de baja autoestima, que combate con un porte y un hacer altivos.
El camarero combate su esclavitud recordándole al cliente que él –el camarero- y sólo él decide, si y cuando ,los antojos del cliente serán saciados. Hay muchas técnicas de humillación destinadas a conseguir que el cliente tome conciencia del carácter frágil de su deseo:
1-Hacer caso omiso de las voces y los gestos del cliente,
2-Servir las bebidas con gesto rudo,
3-Guiñarle un ojo a la pareja del cliente o
4-Simplemente decir “de esto ya no tenemos”.

Cualquiera que se siente reflexivamente en un bar podrá contemplar un elenco más elevado de técnicas de humillación. El grado de maestría y profesionalidad de un camarero consiste precisamente en pulir y agrandar el muestrario de ataques y desdenes.
Quizás algún día tengáis la suerte de contemplar un espectáculo bélico de primera magnitud. El duelo entre un camarero en calidad de cliente contra un compañero de profesión. ¡Es para perder las plumas!

Me llamo Teodoro y soy un pingüino

No es fácil ser un pingüino en un mundo de hombres, dónde el andar natural del propio ser se convierte en motivo de burla y desacredita el porte aristocrático del semblante. Esta sola introducción debería enunciar ya algo de mi persona: tengo un elevadísimo complejo de inferioridad.

Supongo que esta es la razón por la que he decidido crear mi blog. Recoger pensamientos fugaces e intentar atraparlos mediante la escritura a fin de estimular las pocas gotas de narcisismo que fluyen en mis venas.

A los que somos un poco lentos, lo ingenioso aparece casi siempre tarde o cuando menos te lo esperas. Aquellas respuestas audaces, elegantemente bélicas que debiéramos haber dado, aparecen en momentos de soledad. Pues para evitar que caigan en pozo vacío he decidido colgarlo en un sitio Web. Quién sabe si el origen de la literatura fue precisamente la necesidad de retener momentos de ingenio de muchos individuos lentos en reaccionar.

No dejaría de ser divertido que el origen de arte de las palabras estuviera en la imposibilidad de decir las cosas a tiempo.