Tengo que confesarlo. No me gusta viajar y no comprendo a los amantes de tan aborrecible mata-tiempos. Creo que los dos argumentos básicos en que se sustenta esta aborregada práctica son falaces: ni se descansa ni se aprende nada. Viajando uno no descansa ni se relaja pues tiene que lidiar constantemente con la incomodidad de estar fuera de la protección atávica del hogar. Pocas mudas suficientes, ningún servicio dónde “reflexionar” en privado y todos los rituales cotidianos pasan a ser supervisados por agentes extraños. Por otro lado, sospecho que nadie aprende un carajo. Lo único que uno se encuentra fuera de sus territorio son ciudades modernas con distintos toques regionales o tribus locales que recuerdan a nuestros pueblos más aislados de las capitales: lanzas en el lugar de las boinas y los sacrificios en el del dominó. Creo que lo que hace de un viaje “edificante” es la mirada del turista, que mediante un efecto de extrañamiento se dirige a su alrededor con mirada inquisitiva. No le queda más remedio, ha pagado para pasarse una semana en aquél sitio, así que más le vale encontrar algo que le divierta si quiere aprovechar su inversión. Quién sabe si no sería más interesante aplicar la mirada del turista a nuestra realidad más inmediata y usual. El viaje tiene cierto carácter de parque temático y rara vez, creo, se aprende algo verdadero en este tipo de actividad borreguil.
Sólo un viajero auténtico puede ser atrapado por un chorro de misterio, pero hay que ser especialmente sensible para captar la sutilidad con que la realidad se torna mágica. Esto me recuerda una anécdota que se sitúa en uno de mis pocos viajes.
Erraba yo por las calles de Estambul, perdido entre las brechas de esta inmensa megalópolis, intentando desesperadamente encontrar el camino de vuelta al hotel. Había caminado largo tiempo y estaba hambriento. El azar quiso que merodeando en un mercado en busca de pescado, encontrase una tienda que me llamó la atención. Más concretamente, era un hombre que exponía unos horrendos cojines encima de una mesa. Lo realmente sorprendente, a parte de la sistemática falta de gusto, era un cartelito que, con una grafía improvisada, titulaba los productos del puesto como “Magic pillows”. Pregunté al tendero en mi modesto inglés por este supuesto carácter sobrenatural de los cojines. Él me respondió que todas poseían propiedades extraordinarias, aunque el poder de cada una era especial. Una permitía tele transportarse, otra volar, una daba al usuario la capacidad de oler a naranja durante doce horas y otras garantizaban un control total de los sueños a aquél que depositara su cabeza, etc. Sólo había dos condiciones para la compra.
El comprador tenía que elegir el cojín sin saber qué extraño poder conllevaba ni como se activaría éste. Según el vendedor, los modos de activación de los poderes eran variados: podían necesitar el contacto con el agua, ser utilizado durante más de una hora seguida, tocar un pie, saltar siete veces sobre ella a pata coja durante una hora de sábado por la tarde. En definitiva, que uno podía pasarse meses sin saber que oscura habilidad ocultaba su cojín.
No pude resistirme, así que elegí el menos feo y lo llevé a mi hogar. Han pasado ya varios años y pese haber probado una gran variedad de combinaciones, mi cojín no mostró ninguna habilidad. Pasé largo tiempo pensando que había sido estafado, pero después de profundas cavilaciones entendí que esta sospecha era falsa. La habilidad de mi cojín, lo que le hace especial respecto a los otros, es precisamente el no tener poderes sobrenaturales. Tuve suerte y elegí el único que puede ser usado sólo como un colchón ordinario.
martes, 30 de septiembre de 2008
Turismo o la mistificación de lo ordinario.
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