Los miércoles voy al mercado. Es el día que tienen sardinas frescas. Me encantan pero conseguirlas se hace tedioso. En este sentido añoro el antártico. El único peligro con que se lidiaba al pescar eran focas y orcas. Estos son animales bastante previsibles y no tienen nada que ver con los grandes devoradores que merodean por el mercado: las ancianitas. Estos sanguinarios “selacimorfos” son los amos del lugar y se mueven con una impunidad y seguridad equivalente a la de los mafiosos en sus dominios.
Uno tiende a concebir a las ancianas como seres llenos de paciencia y benevolencia, pero si las observas en el mercado -su hábitat natural- lo que transpira es una ansiosa y ciega voluntad de maximización de beneficios. Yo mismo he sido víctima de crueles engaños y chantaje emocional.
Recuerdo una vez que, estando en la cola del supermercado, con mi carrito semi-lleno, el ruido de una garganta ejecutó el acto reflejo de girar mi cabeza. Allí estaba una ancianita sujetando un paquetito de arroz y aparentando mirar hacia otro lado. Al ver su pequeña compra, le dejé pasar. Ella asintió ávidamente antes de que hubiera yo terminado la frase de cortesía. Dicho sea de paso: significa que estaba ya esperando mi ofrecimiento.
Lo sorprendente fue cuando se movió y ,salido de la nada, o mejor dicho, justo detrás de su cuerpo -situado estratégicamente para ocultarlo de mi radio de visión- apareció una cesta llena de productos. La agarró y lo vació en la cinta de la caja registradora. Pocas veces mi rostro ha dibujado una expresión mayor de estupidez.
Otra anécdota me viene a la cabeza. Estaba yo en el metro sumergido en la lectura de “El mundo como voluntad y representación” cuando empecé a recibir unos constantes golpes de un pandero anónimo sobre mi libro. Alcé ligeramente la mirada y vi el cuerpo de una ancianita –más bien entrada en carnes-. Al percatarse de mi movimiento de cabeza, empezó a gemir y a quejarse de su dolor de rodilla. Mi vuelta a la lectura no sirvió para hacerme el sueco, pues al cabo de poco, numerosas voces estaban ya increpándome. Harto, me levanté y sucedió ante mi algo sorprendente. Otra ancianita, más vieja pero más delgada, aprovechó el momento en que mi cuerpo hacía de barrera, para anticiparse y apoderarse del asiento. No puedo recordar esta historia sin que me venga a la mente el día que vi morir a mi primo Pablo a manos de dos tiburones famélicos. Las ansias con que se disputaban la pieza revelaban una incomoda verdad: el egoísmo tiene un fundamento natural. Y a veces, parece aumentar con la edad.
Quisiera terminar esta reflexión con el relato de uno de estos momentos dónde el ingenio cae en saco roto.
Estaba yo en una verdulería comprando pistachos. No había nadie en la tienda, salvo una pareja de ancianos que tras de mi querían pagar su lechuga. De repente la cajera tuvo problemas con el código de mis pistachos y tuvo que pedir ayuda a una compañera. Los ancianos se ponían nerviosos por momento. A cada intento fallido respondían con un suspiro. No pasaron ni dos minutos que los ancianos iracundos dejaron la lechuga y salieron del establecimiento con desaire. Nos miramos con la cajera y me dijo con cierta ironía: “Parece ser que tienen prisa”. A lo que yo respondí sin pensarlo: “Cuando la guadaña de la muerte se acerca, cada segundo es precioso”. La verdulera me miró con horror y me cobró mis frutos secos en silencio.
Magna injusticia dónde un comentario ácido es menos tolerado que un acto gratuito de desprecio a un trabajador. Preciso es recordar que la tercera edad y los niños son un estado de excepción donde se exime a sus representantes de la responsabilidad moral , a la vez que se exige a los foráneos una hipersensibilidad fetichizada y totémica.
miércoles, 25 de junio de 2008
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