lunes, 23 de noviembre de 2009

La importancia de ser Quijote.

Es por todos conocida la escena en que Alonso Quijano, auto-proclamado Don Quijote de la Mancha, ataca infructuosamente unos molinos. Dicha escena es considerada como un excelente y cómico ejemplo del tamaño de la locura de Don Quijote. Pues como el narrador nos advirtió el ingenioso hidalgo confundió los molinos con unos gigantes. Esta confusión, afirma la vox populi, ejemplifica la pérdida de sentido de la realidad de que es victima Alonso Quijano. El culpable de éste desvario es por todos conocidos: la excesiva ingesta de novelas de caballerías. O en términos más específicos: el arte le condujo a la sinrazón.

Podría ser bueno aquí poner en duda la veracidad del narrador, pues pudiera ser que la simplicidad de miras nos velase de una verdad más profunda. ¿Fue realmente Don Quijote tan ingénuo? ¿No podría ser que allí dónde el narrador ve locura hubiera un conciente uso de la metáfora?

Todos sabemos que la metafóra és un recurso metonímico mediante el cual el artista intenta hacer visibles aspectos ocultos de las cosas mediante la puesta en relación con otro objeto con el que guarda cierta analogía. Sobran ejemplos. Pensemos en el clásico “las perlas de tu boca” para referirse a unos dientes bellísimos. Otro ejemplo, más sistemático, consiste en utilizar la figura del rinoceronte para referirse a los autos y mostrar que más allá del erotismo de su diseño hay una bestia gris de una potencia descontrolada indifernte a la debilidad estructural del cuerpo humano y a la fragilidad del medioambiente. Quién a podido presenciar un atropello en vivo, pocas dudas le caben, de que ésta metáfora, lejos de un distanciamento de la realidad, implica un aumento de percepción, un abastar más capas de ésta.

Aquí tocamos un hueso duro del asunto sobre el arte y poesía. Estos no son mecanismos de alejamiento de la realidad, más al contrario, son el modo en que ésta puede hacerse más compleja. El arte da cuenta de un fenómeno que a menudo pasa inadvertido: las palabras y las ideas no tienen un único referente. Una palabra recoge su significado de cicunstancias tales como la voluntad del emisor, el horizonte comprensivo del receptor y el material signficante que históricamente se ha podido sedimentar en ella. Para decirlo sencillamente, las complejidad de significados que una palabra esconde es tan basta, que no hay imagen capaz de retenerla.

Quizás por pereza, quizás por la dureza del día a día, nos vemos empujados a actuar como si el significado de las palabras fuera unívoco. Eso es lo que se llama el “sentido común” y éste es aquél punto que comparten el positvismo, el empirismo ingenuo y la metafísica. Para todos sólo existe una realidad y es aquella contenida en la simplicidad de las palabras.

Retornemos ahora a la escena dónde Don Quijote se estampa contra los molinos. ¿No podría ser que al referirse a ellos como gigantes quisiése éste evocar al poder sobrehumano de la tecnología y su ataque fuése un acto impulsado por cierto espíritu conservador o acaso reaccionario? ¿No podría ser que vivir la vida cómo si fuera una novela de aventuras de caballerías fuese una decisión consciente de Alonso Quijano? ¿No tendríamos en éste caso un inento de combatir el monolítco color de las sociedades pre-modernas mediante el vano intento de “artistizar la vida”? Si consideramos al señor Quijano cómo un precursor precoz de movimientos situacionistas, la estulticia se trasladaría en el polo del narrador, el cual atrapado en un juego de lenguaje positivista y reduccionista no entendería el acto revolucionario de Don Quijote de la Mancha.

El arte, al navegar en el basto oceáno semántico de las palabras, provoca fisuras estéticas que ayudan a quebrantar la rigidez de lo real: el enquistamiento propio de un mundo construido a partir de la repetición y la previsibilidad. Que nadie se lleve a engaño, defender la capacidad del arte para subvertir el encallecimiento metafísico de nuestras visión del mundo es una tarea de fuerte dimensión política, pues sitúa en primera línea de visión el conjunto de acepciones y valores con el que nos relacionamos o construimos la realidad.

Hay sin embrago algo de trágico en esto. Como bien sabe el señor Alonso Quijano, atreverse a redefinir el mundo puede conducir a ser el hazmereír de los demás. Sobretodo cuando la de los otros será la única interpretación que se oirá. Lo peor que le pasó a don Quijote fue que sus hazañas estan filtradas por la mirada pobre y olvidadizas de un narrador que no le comprendió. Aquí tenemos el gran problema del artista: la poetización del lenguje es, a ojos de la estulticia, la voz del loco.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La muerte y 'Los muertos'

“En los entierros, la gente no lleva gafas de sol para esconder su dolor sinó la ausencia de éste”. Tal pensamiento se cruzó en mi mente hace unas pocas semanas atrás, estando yo en medio de un funeral. Rodeado de desconocidos vestidos en negro, enmascarados en un semblante solemne que ocultaba el profundo hastío que causaba el calor veraniego. Había algo de esnob en la situación, algo de ritual ciego. Parecía un baile de marionetas, ante el vacío que genera la muerte el hombre se aferra a la sistematicidad del protocolo. Viéndonos allí parados, se hacía evidente que realmente no sabemos cómo actuar ante la muerte. “Supongo que tampoco es para menos” pensé, hasta que un comentario de un asistente me indujo a reflexionar.

Dicho asistente, persona evidentemente creyente, aspetó con aire afectado “no nos lamentemos…. Ahora está en un lugar mejor”. Uno no puede escuchar esta frase sin pensar en la crítica nietzscheana al cristianismo. Según aquél, el cristianismo es un culto a la muerte, pues ésta es el tránsito hacia lo celestial, lugar donde reina dios y la verdad. De este modo la vida pasa a ser ilusión, algo pasajero y de valor relativo. Visto bien, para el cristianismo la verdadera vida empieza con la muerte.

A eso se le puede unir la crítica marxista a esta idea. Según el marxismo, esta descripción de la realidad esconde un uso ideológico, pues está destinada a perpetuar la situación miserable de los desfavorecidos y a mantener los privilegios de los dominadores.

En ambos casos (marxismo y Nietzsche) se critica la subordinación ontológica de la vida a un relato. Hay una extraña pirueta según la cual el espacio de nuestras vivencias pasa a ser falso y la verdad no es más que un relato, esto es la religión. Hay entonces una negación de la vida. Nietzsche llama a esta negación “nihilismo”.

Resultaría interesante ver que el nihilismo no es algo exclusivo del cristianismo sino propio de toda religión (o discurso sobre la estructura íntima de la realidad) que considere la vida como un mero tránsito hacia un estado superior que se encuentra más allá de la muerte. En nuestras actuales ciudades occidentalizadas y pretendidamente hiper-racionalizadas prolifera cancerísticamente algo que llamo “sabiduría new-age” que tiene como característica principal la mescolanza acrítica de motivos orientales con pseudo-científicos.

Según este discurso no tenemos que temer a la muerte, pues en esta no desaparece nada. Cuando alguien muere, lo único que acontece es una redistribución de átomos. El individuo se desintegra pero los átomos continúan formando parte del ser único (o dios). Digamos que con la muerte sólo se cambian los muebles de la habitación.

A estos conceptos de muerte entendidas como transición y reunificación atómica podríamos añadir un tercero que nace con postulada voluntad anti-metafísica. Éste es el existencialista que entiende la muerte como nada radical. Según éste la muerte és la desaparición total del individuo, situándose en contra de las más arriba mencionadas posiciones. De este hecho existencial primario nace según el existencialismo un imperativo moral fundamental: la exigencia de una vida auténtica. Delante de la nada de la muerte, el individuo asume la contingencia y nulidad de su existencia y decide dotar a la vida de un sentido mediante la heroica prosecución de un proyecto. Una vida auténtica es aquella que consigue hacer algo con sentido de tal modo que sea recordada una vez muerto el individuo.

Sin muchas dificultades puede observarse que en esta posición se introduce subrepticiamente la exigencia de utilidad de la vida. De nuevo la rémora de la productividad constriñe la noción de vida.

Quisieramos hacer notar ahora, que estos tres conceptos de muerte (como transición, dispersión atómica y nada radical) tienen una cosa en común: condenan al muerto al olvido.

En efecto, cuándo nos consolamos ante la pérdida de un ser querido argumentando que lo encontraremos en la otra vida lo que estamos haciendo es aliviándonos, negando el carácter de desaparición total que tiene la muerte. Algo similar sucede con la reunificación atómica, el individuo en tanto que materia del ser supremo no ha desaparecido, simplemente ha mutado la configuración. En ambos se sustrae a la muerte de su carácter trágico. El existencialismo mantiene este desgarramiento, pero también desprecia a los individuos que sucumben al final de la vida sin realizar un proyecto. En otras palabras, ¿cuántos héroes existencialistas conocemos que no hayan ganado un nobel o que no sean figuras literarias?

En los tres conceptos de muerte se introduce un olvido sistemático del individuo. Toda metafísica realiza un sacrificio de lo efímero en favor de lo eterno. Para ella, las personas son pequeños azares contingentes y la muerte, lo único invariable y permanente. Aquí se articula un discurso que asume la mirada divina despreciando todo lo débil y humano. En el nihilismo, las auténticas víctimas son los muertos. Pues pensar la muerte como espacio de tránsito impide el dolor de su pérdida y alenta a su olvido.

Quizás, si no queremos ser complices del olvido a los muertos, tendríamos que evitar pensarlos según un concepto de muerte y proceder a la inversa; esto es, pensar la muerte a partir de los muertos. Así puede surgir una noción de muerte más afin a nuestra experiencia cotidiana: la muerte es el dolor ante una ausencia irreversible.

Nos gustaría aquí pensar que si se quiere ser fiel a este dolor, el mejor modo de tratar a los muertos no es olvidándolos, sinó haciéndolos presente: dialogando con ellos, reconstruyendo sus elementos idiosincrásicos o recordando las vivencias compartidas. En el fondo, se trata de convertirlos en fantsamas.

Los fantasmas, en este sentido, habitan y actúan constantemente en nuestra vida. Un recuerdo, en un determinado momento, puede ser mucho más que una mera imagen mental, puede convertirse en una intervención activa del pasado en el presente. Una buena expresión plástica de ello la podríamos encontrar en el relato Los muertos de Joyce. En éste, el protagonista se siente menos que una máquina al confundir amor con lujuria y embriaguez. Esta sensación de nulidad se ve acrecentada al descubrir que el fuerte estado de melancolía de su mujer es causado por el inesperado recuerdo de su gran amor de juventud. Un chico que en un arrebato pasional perdió la vida. El protagonista, Gabriel, se torna conciente de que él jamás podrá causar este efecto en su esposa y, seguramente, nunca podrá amarla como lo hizo aquél joven miserable. En la revelación final del relato, hay una inversión radical, un cambio de estado entre vivos y muertos.

Si no queremos que la vida sea un mero desierto de presente transitorio, si queremos hacer justicia a la emoción de amor que coagula en dolor ante la muerte, convertir a los desaparecidos en fantasmas puede ser la mejor solución para evitar matar a los muertos y no condenarlos a la eterna existencia en la isla del olvido.


jueves, 20 de agosto de 2009

Sobre el ignorar...

“Huye del que tiene respuestas y desconfía del que hace preguntas”

“Contrariamente de lo que se piensa, las preguntas sólo aparecen una vez halladas las respuestas”

“La estulticia consiste en la incapacidad para calibrar la propia ignorancia”

“La ignorancia es felicidad y el saber, perfección. Con las ciencias de la felicidad sólo se consiguen mejorar nuestra necedad”.

sábado, 27 de junio de 2009

Pequeña apología de Lucifer

Que Lucifer es malo nadie lo pone en duda, aunque sobre las causas y efectos de esta maldad reina un completo silencio. Qué hace Lucifer para ser malo es una respuesta que se realiza en un sentido negativo. Nos incita a pecar condenandonos así al destierro eterno de los brazos de Dios. La maquinaria propagandística del ser supremo lleva siglos desacreditando al ángel caído y sospechamos que esta condena nunca fue ejecutada según el derecho a un juicio justo. Querríamos explotar los puntos enigmáticos de este mito con el fín de esclarecer un modelo ético.

Preciso sería recordar que Lucifer era un arcángel, más concretamente el de la belleza y que ésta ha sido durante largo tiempo unida con la verdad y el bien. Agreguemos ahora que “lucifer” significa en latín “el que trae la luz” y que en ciertos pasajes de la Biblia es una descripción usada para referirse a Jesús. No costará mucho ver que la luz suele ser una metáfora de la verdad. Tenemos ahora unos materiales suficientes para pensar que fuera cual fuese el motivo que llevó a Lucifer a llevar la contraria a Dios, quizá tenía un mejor fundamento que la soberbia como usualmente se achaca. Quizás Lucifer no quería suplantar a Dios, quizás sólo le llevó la contraria o le hizo notar que se equivocó.

Recapitulemos ahora y pensemos en el concepto de Dios. ¿Qué es Dios? Dios es el verbo, la palabra que crea la realidad y prescribe el orden. Entonces quizás el pecado de Lucifer no fue la desobediencia sino llevar la contraria, quizás lo que hizo Lucifer fue preguntar el porqué, poner en duda la validez absoluta del mandato divino, sugerir que otro orden es posible. Este fue su pecado que lo destinó a un exilio en el infierno. Allí; sólo, indefenso e impotente no pudo defenderse de la incesante propaganda divina que le acusaba de acostarse con niños y mujeres ajenas, robar y asesinar (no necessariamente en este orden) y multitud de actos enfermizos nacidos de la psique reprimida de los acólitos de Dios.

Segun lo dicho, lo luciferino no estribaría en actos aberrantes sino en el incómodo hábito de la crítica: buscar los supuestos que yacen bajo las ideas y mostrar a qué fuerzas obedecen. En este sentido podemos pensar lo luciferino como un proceder genuinamente filosófico consistente en buscar el saber de lo profundo.

Ya sea en la lucha platónica contra la “doxa”, esto es la “opinión” propia de un saber fundamentado en la sensibilidad que es ciego a lo esencial, ya sea en el espacio trascendental kantiano que navega en las condiciones de posibilidad de los actos cognoscitivos o en las genealogias del poder de los nietzscheanos, hay un hábito especificamente filosófico consistente en analizar ahundar y negar lo que es común y dogmáticamente aceptado.

Podemos ahora observar que la tan trillada expresión “tomarse las cosas con fiosofía” de obedecerse, llevaría a un mundo de sombras y rivalidades, puesto que estaríamos constantemente criticando a los otros y viviríamos sumidos en la sistemática incomprensión.

Cabría señalar que para decir que ante un problema irresoluble lo mejor es asumir una actitud de resignación heroica, no sería pertinente decir “tomárselo con filosofía” sino “con estoicismo” esto es, una escuela filosófica que defiende que “la libertad radica en la aceptación del destino”.

Sería bueno acostumbrarse a decir “con estoicismo” cuando apelamos a la calma, puesto que el filosofar consiste en dar voz con el pensamiento a todo aquello que la verdad silencia cuando se impone. Y este es un camino que conduce, como bien sabe Lucifer, a la soledad glacial de los infiernos.

jueves, 12 de marzo de 2009

El enemigo de los mocasines

Como todo ser racional, albergo en mi quehacer cotidiano comportamientos fetichistas. Siento una profunda debilidad por un tipo de objetos en apariencia ordinarios: los mocasines. Me encantan. Siempre que me siento conpungido salgo a escudriñar las tiendas de zapatos en busca de una pareja de mocasines que me llame la atención. Me alegra el ánimo, cuando mi conciencia se queda arrebatada con sus sensuales formas. Me encanta caminar por la ciudad con un buen par de mocasines en mis patas. Mis pasos dejan de sonar como dos ventosas y adquieren una presencia más señorial. Gracias a los mocasines puedo olvidar por un momento que soy un pingüino y me siento humano.

La semana pasada, estaba yo inmerso en este ritual cuando me topé con los rivales atávicos de los mocasines: las mierdas de perro. Así es, estaba yo absorto en el repiquetear de mis suelas en el asfalto cuando una superficie deslizante me hizo resbalar. No caí al suelo, peró mi mocasín derecho quedó embadurnado de excremento de can. Aún se puede escuchar por el centro de la ciudad el eco de mi grito.

Me pasé más de 30 minutos frotando el zapato contra todas las sueprfícies rugosas de la calle, aunque poco pude hacer, pues la frescura de la mierda le proporcionaba a ésta un agarre maldito en todos los recobecos de mi zapato.

Cansado, decidí continuar con mi viaje de regreso a casa y subitámente me percaté de un problema. Mi pie olía a mierda y tenía intención de coger el autobús. Si entraba inundaría este pequeño recinto de la delatora fragancia anexada a mi pata. Así que empecé a cabilar sobre las implicaciones morales de esta acción. No fue difícil llegar a concluir en que entrar en el autobús, no sólo no era inmoral sinó un deber cívico. Tenía que entrar y hacer partícipes a todos los habitantes del bus de las nefastas consecuencias que acarrean las heces caninas abandonadas en la acera cual mina antipersona. Sólo mediante esta vivencia desagradable, la gente asumiría las responsabilidades implicadas de tener un perro.

Con estas reflexiones mi mente empezó a divagar. Me veía como puntal de una revolución anti-mierda canina. Pensé en actos de venganza, que consistirían en recoger las heces y depositarlas en el felpudo del propietario incívico. Pisar voluntariamente las minas orgánicas e ir a lugares masificados como centros comerciales, cines y bares. Si se hacía con sistematicidad, la gente acabaría temiendo las mierdas abandonadas y procurarían por todos los medios evitarlas.

Mucho rato estuve inmerso en estas especulaciones dónde finalmente me hacía comandante de un movimiento cívico sin precedentes que llegaba a escala europea. Pero una terrible sospecha desmontó mis ilusiones. Quería movilizar y castigar a gente sólo porqué una mierda estropeó mis nuevos mocasines. A veces dentro del espíritu revolucionario late un impulso egoista que pretende doblegar a los otros al capricho de la propia voluntad, y le da un cariz objetivo apelando a “la causa”, una razón superior.

Este es el contra-argumento con el que todo revolucionario tiene que lidiar y que sirve de fundamento al liberalismo ironista. La imposibilidad de fundamentar racionalmente la transición de elementos idiosicrásicos a la esfera pública. Todo intento de apelar a un orden publico es susceptible de ser interpretado como el hinchazón de una voluntad, que esconde en su seno a un pequeño Stalin.
Un poco avergonzado, tiré mis nuevos zapatos en una papelera y fui andando a casa como un pringado.