“Justo dos segundos después de aprender a andar a dos patas, el hombre empezó a tropezar”.
“La luz nos ciega e impide apreciar la verdadera oscuridad del mundo”
“El cinismo es la moralidad de los desesperados”
“Las citas son frases huérfanas, que sueñan en mundos donde viven en el amparo del sentido reconfortante de un gran texto”.
...
lunes, 30 de junio de 2008
miércoles, 25 de junio de 2008
Ancianus selachimorphus
Los miércoles voy al mercado. Es el día que tienen sardinas frescas. Me encantan pero conseguirlas se hace tedioso. En este sentido añoro el antártico. El único peligro con que se lidiaba al pescar eran focas y orcas. Estos son animales bastante previsibles y no tienen nada que ver con los grandes devoradores que merodean por el mercado: las ancianitas. Estos sanguinarios “selacimorfos” son los amos del lugar y se mueven con una impunidad y seguridad equivalente a la de los mafiosos en sus dominios.
Uno tiende a concebir a las ancianas como seres llenos de paciencia y benevolencia, pero si las observas en el mercado -su hábitat natural- lo que transpira es una ansiosa y ciega voluntad de maximización de beneficios. Yo mismo he sido víctima de crueles engaños y chantaje emocional.
Recuerdo una vez que, estando en la cola del supermercado, con mi carrito semi-lleno, el ruido de una garganta ejecutó el acto reflejo de girar mi cabeza. Allí estaba una ancianita sujetando un paquetito de arroz y aparentando mirar hacia otro lado. Al ver su pequeña compra, le dejé pasar. Ella asintió ávidamente antes de que hubiera yo terminado la frase de cortesía. Dicho sea de paso: significa que estaba ya esperando mi ofrecimiento.
Lo sorprendente fue cuando se movió y ,salido de la nada, o mejor dicho, justo detrás de su cuerpo -situado estratégicamente para ocultarlo de mi radio de visión- apareció una cesta llena de productos. La agarró y lo vació en la cinta de la caja registradora. Pocas veces mi rostro ha dibujado una expresión mayor de estupidez.
Otra anécdota me viene a la cabeza. Estaba yo en el metro sumergido en la lectura de “El mundo como voluntad y representación” cuando empecé a recibir unos constantes golpes de un pandero anónimo sobre mi libro. Alcé ligeramente la mirada y vi el cuerpo de una ancianita –más bien entrada en carnes-. Al percatarse de mi movimiento de cabeza, empezó a gemir y a quejarse de su dolor de rodilla. Mi vuelta a la lectura no sirvió para hacerme el sueco, pues al cabo de poco, numerosas voces estaban ya increpándome. Harto, me levanté y sucedió ante mi algo sorprendente. Otra ancianita, más vieja pero más delgada, aprovechó el momento en que mi cuerpo hacía de barrera, para anticiparse y apoderarse del asiento. No puedo recordar esta historia sin que me venga a la mente el día que vi morir a mi primo Pablo a manos de dos tiburones famélicos. Las ansias con que se disputaban la pieza revelaban una incomoda verdad: el egoísmo tiene un fundamento natural. Y a veces, parece aumentar con la edad.
Quisiera terminar esta reflexión con el relato de uno de estos momentos dónde el ingenio cae en saco roto.
Estaba yo en una verdulería comprando pistachos. No había nadie en la tienda, salvo una pareja de ancianos que tras de mi querían pagar su lechuga. De repente la cajera tuvo problemas con el código de mis pistachos y tuvo que pedir ayuda a una compañera. Los ancianos se ponían nerviosos por momento. A cada intento fallido respondían con un suspiro. No pasaron ni dos minutos que los ancianos iracundos dejaron la lechuga y salieron del establecimiento con desaire. Nos miramos con la cajera y me dijo con cierta ironía: “Parece ser que tienen prisa”. A lo que yo respondí sin pensarlo: “Cuando la guadaña de la muerte se acerca, cada segundo es precioso”. La verdulera me miró con horror y me cobró mis frutos secos en silencio.
Magna injusticia dónde un comentario ácido es menos tolerado que un acto gratuito de desprecio a un trabajador. Preciso es recordar que la tercera edad y los niños son un estado de excepción donde se exime a sus representantes de la responsabilidad moral , a la vez que se exige a los foráneos una hipersensibilidad fetichizada y totémica.
Uno tiende a concebir a las ancianas como seres llenos de paciencia y benevolencia, pero si las observas en el mercado -su hábitat natural- lo que transpira es una ansiosa y ciega voluntad de maximización de beneficios. Yo mismo he sido víctima de crueles engaños y chantaje emocional.
Recuerdo una vez que, estando en la cola del supermercado, con mi carrito semi-lleno, el ruido de una garganta ejecutó el acto reflejo de girar mi cabeza. Allí estaba una ancianita sujetando un paquetito de arroz y aparentando mirar hacia otro lado. Al ver su pequeña compra, le dejé pasar. Ella asintió ávidamente antes de que hubiera yo terminado la frase de cortesía. Dicho sea de paso: significa que estaba ya esperando mi ofrecimiento.
Lo sorprendente fue cuando se movió y ,salido de la nada, o mejor dicho, justo detrás de su cuerpo -situado estratégicamente para ocultarlo de mi radio de visión- apareció una cesta llena de productos. La agarró y lo vació en la cinta de la caja registradora. Pocas veces mi rostro ha dibujado una expresión mayor de estupidez.
Otra anécdota me viene a la cabeza. Estaba yo en el metro sumergido en la lectura de “El mundo como voluntad y representación” cuando empecé a recibir unos constantes golpes de un pandero anónimo sobre mi libro. Alcé ligeramente la mirada y vi el cuerpo de una ancianita –más bien entrada en carnes-. Al percatarse de mi movimiento de cabeza, empezó a gemir y a quejarse de su dolor de rodilla. Mi vuelta a la lectura no sirvió para hacerme el sueco, pues al cabo de poco, numerosas voces estaban ya increpándome. Harto, me levanté y sucedió ante mi algo sorprendente. Otra ancianita, más vieja pero más delgada, aprovechó el momento en que mi cuerpo hacía de barrera, para anticiparse y apoderarse del asiento. No puedo recordar esta historia sin que me venga a la mente el día que vi morir a mi primo Pablo a manos de dos tiburones famélicos. Las ansias con que se disputaban la pieza revelaban una incomoda verdad: el egoísmo tiene un fundamento natural. Y a veces, parece aumentar con la edad.
Quisiera terminar esta reflexión con el relato de uno de estos momentos dónde el ingenio cae en saco roto.
Estaba yo en una verdulería comprando pistachos. No había nadie en la tienda, salvo una pareja de ancianos que tras de mi querían pagar su lechuga. De repente la cajera tuvo problemas con el código de mis pistachos y tuvo que pedir ayuda a una compañera. Los ancianos se ponían nerviosos por momento. A cada intento fallido respondían con un suspiro. No pasaron ni dos minutos que los ancianos iracundos dejaron la lechuga y salieron del establecimiento con desaire. Nos miramos con la cajera y me dijo con cierta ironía: “Parece ser que tienen prisa”. A lo que yo respondí sin pensarlo: “Cuando la guadaña de la muerte se acerca, cada segundo es precioso”. La verdulera me miró con horror y me cobró mis frutos secos en silencio.
Magna injusticia dónde un comentario ácido es menos tolerado que un acto gratuito de desprecio a un trabajador. Preciso es recordar que la tercera edad y los niños son un estado de excepción donde se exime a sus representantes de la responsabilidad moral , a la vez que se exige a los foráneos una hipersensibilidad fetichizada y totémica.
viernes, 20 de junio de 2008
Sobre lo kitsch, materiales para un programa ético-estético.
Recuerdo con placer, cuando en mis tiempos en el antártico me pasaba todo el tiempo echado en la tumbona y sumergiéndome en la lectura. Recuerdo de forma especial uno de esos momentos dónde el deambular teórico muestra una verdad más plena, al ser entendida como una vivencia.
Era época de apareamiento. Mi recurrente insociabilidad sumada, quién sabe si no potenciada, por mi pequeña disfuncionalidad del órgano sexual reproductor, hizo que me alejase del grupo.
Creedme sólo hay una cosa peor que un pingüino enamorado, y son los discursos sobre la experiencia de la paternidad de los pingüinos.
En el grupo solo se escuchaban frases como: “¡Tienes unas plumas preciosas!” “¡Noooo! ¡Tú mássss!”, “Tiene el pico de su padre!” o “Tener un hijo te cambia la vida. Te sientes mágica, más grande que un artista”.
Todo esto me resultaba nauseabundo. Un inquisitivo lector podría pensar que este sentimiento estaba motivado sólo por la envidia, pero eso no es cierto. En ningún momento de mi vida he anhelado la paternidad o sentirme enamorado. Son roles que simplemente no me gustan. ¡Mirad! Soy así de desagradable.
La cuestión es que me alejé del grupo con mi tumbona en una aleta y “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera en la otra. Su lectura me entusiasmó. Y en especial el despliegue que sobre lo “kitsch” hace e impulsa la obra.
Según la definición de Kundera, “kitsch” es “aquella actitud consistente en negar sistemáticamente la mierda en el mundo”.Kitsch equivaldría en cierto modo a lo que en filosofía, y más concretamente en teología, suele llamarse “teodicea” o “justificación del mal”.
Me di cuenta que el ritual de apareamiento de los pingüinos tenía mucho de kitsch y eso era precisamente lo que me molestaba. Esta exaltación a la vida y al amor no era mala en sí, sino en la medida en que servía de cortina de humo a varios hechos ligeramente más recalcitrantes.
Con sus discursos pretendían ennoblecer acciones que tenían su origen en aspectos miserables de nuestra condición. Procreamos por que es una exigencia natural de la especie y esta procura que esto pase impulsándonos al placer.
Tener hijos es concebido dentro de la mirada kitsch como un acto bueno, precioso, altruista y nacido de una voluntad libre, cuando en realidad es todo lo contrario. Estos discursos negadores de la mierda ocultan que precisamente somos unas marionetas naturales y egoístas esclavos del placer.
Cuando un se da cuenta de eso, puede observar lo kitsch en muchas esferas de lo cotidiano. Los principios morales suelen ser eso, un intento desesperado por negar lo arbitrario de nuestras acciones o simplemente un acto de cobardía que huye del momento de la decisión.
La mierda (lo malo y dañino) no desaparece por dejar de mencionarlo. Cada discurso que la oculta sistemáticamente es tanto más cómplice como peligroso. Pues nunca se sabe en que forma lo reprimido puede retornar.
Hay quién dice que la función del arte es precisamente hacer soportable este sustrato miserable de la vida. Es lo que también se llama la función “catárquica” del arte, pero esta afirmación tiene que ser pensada profundamente. Pues de sobras son conocidas opciones estéticas que pasan por convertirse en el opuesto sádico del kitsch. El ennoblecimiento artístico de la mierda es una de las propuestas estéticas más recurrente del arte con deliberado carácter de compromiso social.
Pero, por el contrario de lo que piensan algunos, la contemplación de la mierda no redime por sí solo. Al contrario, el artista puede llegar a ser cómplice de la maldad que ayuda a transmitir de modo estabilizador al espectador.
Tendría que pensarse una relación del arte con la mierda que nos evite la estéril disyuntiva entre ladear la mierda o estabilizarla. Rechazar y estabilizar son dos formas de complicidad que no ayudan a lidiar con el carácter miserable de nuestra existencia.
Era época de apareamiento. Mi recurrente insociabilidad sumada, quién sabe si no potenciada, por mi pequeña disfuncionalidad del órgano sexual reproductor, hizo que me alejase del grupo.
Creedme sólo hay una cosa peor que un pingüino enamorado, y son los discursos sobre la experiencia de la paternidad de los pingüinos.
En el grupo solo se escuchaban frases como: “¡Tienes unas plumas preciosas!” “¡Noooo! ¡Tú mássss!”, “Tiene el pico de su padre!” o “Tener un hijo te cambia la vida. Te sientes mágica, más grande que un artista”.
Todo esto me resultaba nauseabundo. Un inquisitivo lector podría pensar que este sentimiento estaba motivado sólo por la envidia, pero eso no es cierto. En ningún momento de mi vida he anhelado la paternidad o sentirme enamorado. Son roles que simplemente no me gustan. ¡Mirad! Soy así de desagradable.
La cuestión es que me alejé del grupo con mi tumbona en una aleta y “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera en la otra. Su lectura me entusiasmó. Y en especial el despliegue que sobre lo “kitsch” hace e impulsa la obra.
Según la definición de Kundera, “kitsch” es “aquella actitud consistente en negar sistemáticamente la mierda en el mundo”.Kitsch equivaldría en cierto modo a lo que en filosofía, y más concretamente en teología, suele llamarse “teodicea” o “justificación del mal”.
Me di cuenta que el ritual de apareamiento de los pingüinos tenía mucho de kitsch y eso era precisamente lo que me molestaba. Esta exaltación a la vida y al amor no era mala en sí, sino en la medida en que servía de cortina de humo a varios hechos ligeramente más recalcitrantes.
Con sus discursos pretendían ennoblecer acciones que tenían su origen en aspectos miserables de nuestra condición. Procreamos por que es una exigencia natural de la especie y esta procura que esto pase impulsándonos al placer.
Tener hijos es concebido dentro de la mirada kitsch como un acto bueno, precioso, altruista y nacido de una voluntad libre, cuando en realidad es todo lo contrario. Estos discursos negadores de la mierda ocultan que precisamente somos unas marionetas naturales y egoístas esclavos del placer.
Cuando un se da cuenta de eso, puede observar lo kitsch en muchas esferas de lo cotidiano. Los principios morales suelen ser eso, un intento desesperado por negar lo arbitrario de nuestras acciones o simplemente un acto de cobardía que huye del momento de la decisión.
La mierda (lo malo y dañino) no desaparece por dejar de mencionarlo. Cada discurso que la oculta sistemáticamente es tanto más cómplice como peligroso. Pues nunca se sabe en que forma lo reprimido puede retornar.
Hay quién dice que la función del arte es precisamente hacer soportable este sustrato miserable de la vida. Es lo que también se llama la función “catárquica” del arte, pero esta afirmación tiene que ser pensada profundamente. Pues de sobras son conocidas opciones estéticas que pasan por convertirse en el opuesto sádico del kitsch. El ennoblecimiento artístico de la mierda es una de las propuestas estéticas más recurrente del arte con deliberado carácter de compromiso social.
Pero, por el contrario de lo que piensan algunos, la contemplación de la mierda no redime por sí solo. Al contrario, el artista puede llegar a ser cómplice de la maldad que ayuda a transmitir de modo estabilizador al espectador.
Tendría que pensarse una relación del arte con la mierda que nos evite la estéril disyuntiva entre ladear la mierda o estabilizarla. Rechazar y estabilizar son dos formas de complicidad que no ayudan a lidiar con el carácter miserable de nuestra existencia.
miércoles, 18 de junio de 2008
Para empezar con la recopilación de aforismos...
“La libertad consiste en estar exento de la obligación de elegir”
“Quizá es de vanidosos citarse a sí mismo, pero es de incompetentes y vagos utilizar a otros para decir algo”. Alguien.
“La erudición es la estrategia desesperada de los pensadores sin imaginación”.
“La sinceridad es la posibilidad, abalada moralmente, de insultar a alguien sin que te lo pida”
...
“Quizá es de vanidosos citarse a sí mismo, pero es de incompetentes y vagos utilizar a otros para decir algo”. Alguien.
“La erudición es la estrategia desesperada de los pensadores sin imaginación”.
“La sinceridad es la posibilidad, abalada moralmente, de insultar a alguien sin que te lo pida”
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Un síntoma de la crisis de la actualidad.
Soy un ser sensible y, a veces, las injusticias sociales me deprimen. Cada vez que veo el telediario me entran ganas de llorar: desigualdad, odio e irresponsabilidad son, sin duda, los males de nuestro tiempo.
De forma casi sistemática, cuando estoy deprimido voy a un bar y lleno mi barriga de güisqui. No es que me guste esta bebida, pero me encanta la imagen. Muy cinematográfica, lo sé. Tengo mis ramalazos esnobs. Pues, en este tiempo postmoderno ¿qué nos queda sino unas buenas imágenes?
En fin, ayer me pasó una cosa realmente desagradable. Tres de cada cinco veces que hago mi pequeña liturgia en el bar, obtengo la misma frase al pedirle mi licor: “¡Pero si eres un pingüino!”. Como ser pingüino no significa ser amante de las obviedades suelo lanzar mi respuesta prefabricada: “Lo cual no significa que no tenga paladar sin el que saborear un buen escocés”.
Por lo general marchan y me sirven lo pedido. Pero ayer, un mocoso me respondió de una manera sumamente desagradable:
“La verdad es que ser un ave dificulta seriamente poder saborear algo. Pues en lugar de boca tiene pico. Eso significa que tienes un pésimo sentido del olfato, sentido importantísimo para el gusto y significa también que tienes pocas papilas gustativas en la lengua. Las pocas que tienes son el la parte inferior de la lengua y en la garganta, por eso….”
Le interrumpí con un ademán de desden con mi aleta y miré hacia el otro lado. El chico me miró apesadumbrado y se fue a buscar mi bebida. La trajo, me cobró y se fue.
Qué tiempos aquellos dónde todo estaba claro. Cuando todos los universitarios encontraban trabajo de lo suyo y podías sumergirte en el bar en la gratificante compañía de paletos.
De forma casi sistemática, cuando estoy deprimido voy a un bar y lleno mi barriga de güisqui. No es que me guste esta bebida, pero me encanta la imagen. Muy cinematográfica, lo sé. Tengo mis ramalazos esnobs. Pues, en este tiempo postmoderno ¿qué nos queda sino unas buenas imágenes?
En fin, ayer me pasó una cosa realmente desagradable. Tres de cada cinco veces que hago mi pequeña liturgia en el bar, obtengo la misma frase al pedirle mi licor: “¡Pero si eres un pingüino!”. Como ser pingüino no significa ser amante de las obviedades suelo lanzar mi respuesta prefabricada: “Lo cual no significa que no tenga paladar sin el que saborear un buen escocés”.
Por lo general marchan y me sirven lo pedido. Pero ayer, un mocoso me respondió de una manera sumamente desagradable:
“La verdad es que ser un ave dificulta seriamente poder saborear algo. Pues en lugar de boca tiene pico. Eso significa que tienes un pésimo sentido del olfato, sentido importantísimo para el gusto y significa también que tienes pocas papilas gustativas en la lengua. Las pocas que tienes son el la parte inferior de la lengua y en la garganta, por eso….”
Le interrumpí con un ademán de desden con mi aleta y miré hacia el otro lado. El chico me miró apesadumbrado y se fue a buscar mi bebida. La trajo, me cobró y se fue.
Qué tiempos aquellos dónde todo estaba claro. Cuando todos los universitarios encontraban trabajo de lo suyo y podías sumergirte en el bar en la gratificante compañía de paletos.
lunes, 16 de junio de 2008
La dialéctica amo-esclavo en nuestro tiempo...
A veces cuado me siento solo, me dirijo a cualquier terraza de bar, pido un té y contemplo largamente el trabajo del camarero. Siento especial afinidad con los integrantes de este oficio, son los humanos más parecidos a los pingüinos. Los camareros como nosotros, incorporan esta mezcolanza de dignidad y humillación.
Van vestidos de un modo aparentemente elegante: pantalones de pinza, chaleco y pajarita. Este traje denota cierta distinción y, a la vez, servilismo.
El camarero sabe que su trabajo consiste en estar a merced de los antojos ajenos. Es un esclavo del deseo de los otros. Esto reproduce una conciencia desgraciada, un jeringazo de baja autoestima, que combate con un porte y un hacer altivos.
El camarero combate su esclavitud recordándole al cliente que él –el camarero- y sólo él decide, si y cuando ,los antojos del cliente serán saciados. Hay muchas técnicas de humillación destinadas a conseguir que el cliente tome conciencia del carácter frágil de su deseo:
1-Hacer caso omiso de las voces y los gestos del cliente,
2-Servir las bebidas con gesto rudo,
3-Guiñarle un ojo a la pareja del cliente o
4-Simplemente decir “de esto ya no tenemos”.
Cualquiera que se siente reflexivamente en un bar podrá contemplar un elenco más elevado de técnicas de humillación. El grado de maestría y profesionalidad de un camarero consiste precisamente en pulir y agrandar el muestrario de ataques y desdenes.
Quizás algún día tengáis la suerte de contemplar un espectáculo bélico de primera magnitud. El duelo entre un camarero en calidad de cliente contra un compañero de profesión. ¡Es para perder las plumas!
Van vestidos de un modo aparentemente elegante: pantalones de pinza, chaleco y pajarita. Este traje denota cierta distinción y, a la vez, servilismo.
El camarero sabe que su trabajo consiste en estar a merced de los antojos ajenos. Es un esclavo del deseo de los otros. Esto reproduce una conciencia desgraciada, un jeringazo de baja autoestima, que combate con un porte y un hacer altivos.
El camarero combate su esclavitud recordándole al cliente que él –el camarero- y sólo él decide, si y cuando ,los antojos del cliente serán saciados. Hay muchas técnicas de humillación destinadas a conseguir que el cliente tome conciencia del carácter frágil de su deseo:
1-Hacer caso omiso de las voces y los gestos del cliente,
2-Servir las bebidas con gesto rudo,
3-Guiñarle un ojo a la pareja del cliente o
4-Simplemente decir “de esto ya no tenemos”.
Cualquiera que se siente reflexivamente en un bar podrá contemplar un elenco más elevado de técnicas de humillación. El grado de maestría y profesionalidad de un camarero consiste precisamente en pulir y agrandar el muestrario de ataques y desdenes.
Quizás algún día tengáis la suerte de contemplar un espectáculo bélico de primera magnitud. El duelo entre un camarero en calidad de cliente contra un compañero de profesión. ¡Es para perder las plumas!
Me llamo Teodoro y soy un pingüino
No es fácil ser un pingüino en un mundo de hombres, dónde el andar natural del propio ser se convierte en motivo de burla y desacredita el porte aristocrático del semblante. Esta sola introducción debería enunciar ya algo de mi persona: tengo un elevadísimo complejo de inferioridad.
Supongo que esta es la razón por la que he decidido crear mi blog. Recoger pensamientos fugaces e intentar atraparlos mediante la escritura a fin de estimular las pocas gotas de narcisismo que fluyen en mis venas.
A los que somos un poco lentos, lo ingenioso aparece casi siempre tarde o cuando menos te lo esperas. Aquellas respuestas audaces, elegantemente bélicas que debiéramos haber dado, aparecen en momentos de soledad. Pues para evitar que caigan en pozo vacío he decidido colgarlo en un sitio Web. Quién sabe si el origen de la literatura fue precisamente la necesidad de retener momentos de ingenio de muchos individuos lentos en reaccionar.
No dejaría de ser divertido que el origen de arte de las palabras estuviera en la imposibilidad de decir las cosas a tiempo.
Supongo que esta es la razón por la que he decidido crear mi blog. Recoger pensamientos fugaces e intentar atraparlos mediante la escritura a fin de estimular las pocas gotas de narcisismo que fluyen en mis venas.
A los que somos un poco lentos, lo ingenioso aparece casi siempre tarde o cuando menos te lo esperas. Aquellas respuestas audaces, elegantemente bélicas que debiéramos haber dado, aparecen en momentos de soledad. Pues para evitar que caigan en pozo vacío he decidido colgarlo en un sitio Web. Quién sabe si el origen de la literatura fue precisamente la necesidad de retener momentos de ingenio de muchos individuos lentos en reaccionar.
No dejaría de ser divertido que el origen de arte de las palabras estuviera en la imposibilidad de decir las cosas a tiempo.
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