Con la reciente llegada de la primavera he reanudado una de mis más apreciadas prácticas: recorrer las ciudades en busca de un drama humano que incite mi reflexión. Esta práctica podría parecer reprochable a un observador irreflexivo, pero en mi defensa diré que está apoyada por la más elevada instancia moral. No estaría de más recordar que con Dios, el que todo lo ve, empezó el voyeurismo.
Como he mencionado en otro lugar, las terrazas son un buen sitio para encontrar este material, pero en caso de fallar uno siempre puede recurrir a los parques: sitios dónde lo trascendente se mezcla apaciblemente con lo banal. En un escenario de este tipo pude, hace apenas tres días, presenciar una majestuosa muestra de inteligencia táctica. Sentada en un banco una pareja de jóvenes mantenían un diálogo, cuyas oraciones eran tan meticulosamente medidas que parecían estar ensalivadas con nitroglicerina.
Al parecer, la chica había planteado a su novio ir a vivir juntos. Éste, ligeramente consternado pues sabía que era un tema minado, intentaba negarse. “Pero si nos vemos a todas horas”, “es bueno que tengamos independencia”, “para qué cambiar, si estamos bien”, “soy muy maniático y no querría que nos peleemos”. La chica contraargumentaba impecablemente a cada objeción: “Nos veremos igual pero en lugar de quedar conmigo, quedarás con tus amigos”, “Vivir juntos no significa ser dependientes sino compartir”, “Puesto que nos queremos, si vivimos juntos, estaremos mejor”, “Si somos incompatibles lo descubriremos en la convivencia. Ya va siendo hora de que nos conozcamos más a fondo”.
El rostro del chico empalidecía cada vez más, su voz se entrecortaba y su mirada se perdía en miles de direcciones buscando una salida que nunca aparecía. Por otro lado, la chica se mostraba impasible pues tenía cada paso meditado y el total control de la situación. Me recordó -ruego perdóneseme el símil- al modo como los gatos juegan con las cucarachas antes de darles muerte. Y este momento no tardó en venir, pues ante la titubeante negativa que a pesar de la contraargumentación de ella el chico intentó proferir, la moza soltó un cortante “a ti lo que te pasa es que tienes miedo al compromiso”. Esto hizo callar al chico pero estimuló mi pensamiento.
Me vino a la cabeza la teoría de los marcos semánticos de Lakoff. Según éste el lenguaje no sólo es el modo en que representamos el mundo, sino que también dictamina como valorarlo. Hay en las expresiones, o en las ideas, una condensación semántica implícita que remite a un marco semántico en el que significaciones, recuerdos y emociones están imbricadas.
La tesis es fuerte pues nos está diciendo que las palabras no solo remiten a cosas sino que nos ordenan cómo tenemos que relacionarnos con la realidad. Lakoff aplica esta teoría en el ámbito de la comunicación política aunque es igualmente válida para el mundo de la publicidad o del arte. El modelo de Lakoff permite ver como las facciones (políticas, en su caso) luchan para imponer un marco semántico (una perspectiva mundana, un modo de entender la vida, un escenario, etc.) que sea favorable a sus intereses o ideología. Así, argumenta Lakoff, la lucha ideológica se encuentra en el lenguaje. El típico ejemplo. Según el partido Republicano los impuestos son un robo estatalmente organizado, en cambio para los demócratas, es un acto solidario de inversión en uno mismo. Que describamos los impuestos como un robo o una auto-inversión define imágenes del mundo y presupuestos radicalmente opuestos de los que nacen diferentes políticas concretas. Si los impuestos son definidos como limosnas para los vagos o si son un modo de cooperación egoísta tenemos una justificación de un modelo u otro de democracia liberal que se nutre de unos componentes emotivos o valorativos sedimentados en el lenguaje.
Por eso la elección de las palabras no es cuestión baladí, sino que determina el modo en que se librará la batalla. De éste modo, el principal objetivo de cada facción política será conseguir que los rivales utilicen el juego de lenguaje que les beneficia. Después la lógica inmanente de la metáfora se encargará de convencer.
Pues bien, eso acababa de pasar delante de mis ojos en la discusión de los enamorados. En aquél caso, la expresión “miedo al compromiso” estaba ideológicamente cargada. Fue el modo en que la hembra situó la discusión en su terreno, gracias a una hábil gestión del marco semántico masculino. En el fondo, con este movimiento le está llamando cobarde; está convirtiendo la cuestión de vivir en pareja en un acto de valentía y, todos sabemos, que ésta es uno de los valores a los que tradicionalmente se ha asociado la virilidad. Tenemos aquí la fantástica pirueta según la cual hacer lo que la mujer quiere es de machotes. Esta argumentación bien merece un aplauso por su perfección.
Reconozco que lo que hagan los hombres o lo que dejen de hacer me tiene sin cuidado. Pero su inferioridad intelectual, biológica y socialmente determinada, despierta en mi un sentimiento de compasión. Así que expondré una estrategia discursiva para salir del argumento fatal.
El chico tendría que argumentar que no son motivos morales los que empujan a rehusar el compromiso sino de orden estético y ¡quién sabe sino epistemológicos! En efecto, no es que el compromiso sea difícil o arduo sino que es, simple y llanamente, feo. Así es, comprometerse implica la aceptación en los tiempos futuros de un modo de vida monogámico. Y esto conlleva –todo el mundo lo sabe pero todo el mundo lo calla- que cada individuo de la pareja tendrá que reprimirse los instintos y los deseos cada vez que su espíritu se vea turbado por la aparición de otro ser bello. Podría decirse que “por haber encontrado el amor de su vida, el individuo renuncia de una vez por todas a volver a enamorarse”. Vivir en pareja consiste no sólo en vivir en represión sino vivir en la mentira: pues se niega la existencia de estas pulsiones suscitadas por cuerpos ajenos y se escenifica un mundo dónde el apetito sexual se dirige únicamente al cuerpo del amado. Visto así, defender el compromiso consiste en embellecer una mentira.
Uno podría contraargumentar matizando que “el amor es eterno mientras dura” y argüir que no hay una situación tan terminal de represión puesto que uno puede decidir cambiar de pareja. Pero si aceptamos que un nuevo amor es un motivo válido para abandonar la pareja, entonces ¿qué sentido tiene el compromiso?
Ciertamente el compromiso –sea cuál sea su campo de aplicación- tiene una doble cara. Requiere de los individuos un valiente acto de decisión mediante el cual uno entrega todo su ser a la devota observancia de unos principios. Quién hace eso da muestra de un gran ejercicio de autocontrol y de valentía, pero el precio de este acto heroico tiene algo de trágico pues, a la vez, uno hipoteca sus acciones futuras a una decisión pasada.
Actuar por principios puede parecer bravo y noble pero es a la vez un acto de renuncia de libertad y de negación de los diferentes impulsos que configuran todo ser emotivo y racional. En resumen, el compromiso no es más que un modo embellecido de ser esclavo de una mentira. Quien tenga este enunciado por cierto hallará en la ironía un mecanismo terriblemente liberador que le condenará al desgarro del cinismo. Esto puede parecer poco, pero no debe confundirse con nada. Pues en un mundo encarrilado en el “todo-vale” postmoderno, el cinismo no es una entrega a esta lógica deshumanizadora, sino el llanto del desesperado. Un llanto que es a la vez expresión de la conciencia de una impotencia e indicador de una injusticia.