Como todo ser racional, albergo en mi quehacer cotidiano comportamientos fetichistas. Siento una profunda debilidad por un tipo de objetos en apariencia ordinarios: los mocasines. Me encantan. Siempre que me siento conpungido salgo a escudriñar las tiendas de zapatos en busca de una pareja de mocasines que me llame la atención. Me alegra el ánimo, cuando mi conciencia se queda arrebatada con sus sensuales formas. Me encanta caminar por la ciudad con un buen par de mocasines en mis patas. Mis pasos dejan de sonar como dos ventosas y adquieren una presencia más señorial. Gracias a los mocasines puedo olvidar por un momento que soy un pingüino y me siento humano.
La semana pasada, estaba yo inmerso en este ritual cuando me topé con los rivales atávicos de los mocasines: las mierdas de perro. Así es, estaba yo absorto en el repiquetear de mis suelas en el asfalto cuando una superficie deslizante me hizo resbalar. No caí al suelo, peró mi mocasín derecho quedó embadurnado de excremento de can. Aún se puede escuchar por el centro de la ciudad el eco de mi grito.
Me pasé más de 30 minutos frotando el zapato contra todas las sueprfícies rugosas de la calle, aunque poco pude hacer, pues la frescura de la mierda le proporcionaba a ésta un agarre maldito en todos los recobecos de mi zapato.
Cansado, decidí continuar con mi viaje de regreso a casa y subitámente me percaté de un problema. Mi pie olía a mierda y tenía intención de coger el autobús. Si entraba inundaría este pequeño recinto de la delatora fragancia anexada a mi pata. Así que empecé a cabilar sobre las implicaciones morales de esta acción. No fue difícil llegar a concluir en que entrar en el autobús, no sólo no era inmoral sinó un deber cívico. Tenía que entrar y hacer partícipes a todos los habitantes del bus de las nefastas consecuencias que acarrean las heces caninas abandonadas en la acera cual mina antipersona. Sólo mediante esta vivencia desagradable, la gente asumiría las responsabilidades implicadas de tener un perro.
Con estas reflexiones mi mente empezó a divagar. Me veía como puntal de una revolución anti-mierda canina. Pensé en actos de venganza, que consistirían en recoger las heces y depositarlas en el felpudo del propietario incívico. Pisar voluntariamente las minas orgánicas e ir a lugares masificados como centros comerciales, cines y bares. Si se hacía con sistematicidad, la gente acabaría temiendo las mierdas abandonadas y procurarían por todos los medios evitarlas.
Mucho rato estuve inmerso en estas especulaciones dónde finalmente me hacía comandante de un movimiento cívico sin precedentes que llegaba a escala europea. Pero una terrible sospecha desmontó mis ilusiones. Quería movilizar y castigar a gente sólo porqué una mierda estropeó mis nuevos mocasines. A veces dentro del espíritu revolucionario late un impulso egoista que pretende doblegar a los otros al capricho de la propia voluntad, y le da un cariz objetivo apelando a “la causa”, una razón superior.
Este es el contra-argumento con el que todo revolucionario tiene que lidiar y que sirve de fundamento al liberalismo ironista. La imposibilidad de fundamentar racionalmente la transición de elementos idiosicrásicos a la esfera pública. Todo intento de apelar a un orden publico es susceptible de ser interpretado como el hinchazón de una voluntad, que esconde en su seno a un pequeño Stalin.
Un poco avergonzado, tiré mis nuevos zapatos en una papelera y fui andando a casa como un pringado.
jueves, 12 de marzo de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
6 comentarios:
Éste texto nace de un dialógo con mi buen amigo Patsi. No para desacreditar su revolución sinó para constatar mis reticencias ante todo intento análogo. Tampoco -ni mucho menos- pretende ser un ataque a su persona, pues escribo bajo el supuesto que, a menudo, el antagonismo entre espíritus acerca más a los cuerpos.
Ets un crack!
O. Patsí
En el fondo todo es cuestion de mirar donde se pisa, o que se lee, o que se escucha y sobre todo la reflexion de como nos afecta, aqui hay ladrillos que construyen nuestro ego cada minuto de nuestra vida, como egos sociales nos encanta la relevancia dentro de nuestro grupo de opinion... y si hay que hacer la revolucion, se hace, la ocasion la pintan calva.
Enrik
nooooo!!! en total desacuerdo, un revolucionario nunca ha llevado a cabo una revolución, solo las ha planteado y son los que se han dejado convecer, los que las llevan a cabo con ferviente devocion dogmatica, tu personaje deberia haberse ido a dormir satisfecho por tal o cual discurso con el que se libero de su rabia momentanea para despertarse por la mañana y ser incapaz de reconocer el mundo en el que vive, con tarjetas expendedoras de mierda para perros otorgadas por el ayuntamiento progresista de turno y previo pago de la tasa correspondiente, con un tope de peso fecal a la semana.
un ideologo jamas sera lo suficientemente pragmatico como para hacer cambiar las cosas, solo plantea supuestos posibles a la ralidad dominante y si hay suficiente gente a la que el cambio le parece positivo se lleva a cabo.
es más, si quieres seguir manteniendo el concepto de revolucionario de una forma tan amplia, deberias subcategorizarlo entre revolucionantes y revolucionados, aunque para mi solo son revolucionarios los primeros, los que tienen una idea que subvierte en cierta forma el orden establecido.
los segundos, los revolucionados ya no se guian por ideas, han idealizado los supuestos dados por los revolucionantes convirtiendolos en ideales, a este tipo de "revolucionario" jamas se le hubiese pasado por la cabeza ideas semejantes a las de los revolucionantes y por tanto es incapaz de ver sus peros,que han sido previamente escondidos por los revolucionantes, en un mero acto de vanidad estética.
decir que en cada marx hay un pequeño stalin es una aseveracion igual de injusta, aunque menos evidente que decir que en cada stalin hay un pequeño marx, falso!!
lo ilustraré con un pequeño ejemplo, muy típico en nuestros tiempos por cierto, la quema de cajeros, nacida en su momento de la idea que tuvo un revolucionante de que el disponer de tu dinero en qualquier momento y en qualquier lugar, en realidad no te hacia mas libre, sino mas esclavo del orden impuesto, esta idea es cazada, medio entendida e idealizada por un revolucionado, que llega a la conclusion de que los cajeros son malos y deben ser destruidos, el cree que lucha por liberar a la sociedad de ciertas reglas, pero en realidad solo esta luchando por imponer unas nuevas, ahi esta el gran drama de los revolucionados que en realidad no luchan en contra de un orden sino a favor de imponer otro, lo cual a mi entender les deja fuera de toda posibilidad de ser revolucionarios.
Querido anónimo. Muchas gracias por este delicioso comentario
Aplaudo su descomposición analítica de la revolución según los dos tipos éticos de los revolucionantes i revolucionados. Mediante ésta división puede entenderse el fracaso inherente a toda revolución pues se sustenta en una imposible interacción de sus dos componentes: el especulación pura y praxis ciega.
Pero lo inquietante quizás es el momento dónde esta distinción no está clara. Por un lado, el momento práctico que impulsa al teórico a especular (suponiendo que no sea siempre un mero “divertimento”) y, por el otro, aquella reconfiguración del universo simbólico que seduce al activista.
Este momento de mezcolanza es interesante porque contiene el problema del fundamento. La legitimidad supraindividual de reclamar un cambio es lo que se juega cuando el teórico utiliza su entorno y sus desgracias como material. Si bien en éste texto sólo exponía uno de los dos enemigos con que se encontraría: el teórico liberal que le acusa de narcisista. Usted muy acertadamente ha señalado un enemigo mucho peor: el activista convencido, que transforma la especulación en un sistema de principios para la acción.
De todos modos anclar las practicas revolucionarias, rebeldes o contestatarias a un sistema de creencias o a principios politicos es algo harto complicado. Uno puede siempre sospechar siempre motivos ocultos o extrínsecos. Por ejemplo es bien sabido por todo el mundo que el argumento anti-dinero del primer incinerador de cajeros fue un hábil intento de disimular otro hecho menos noble: estaba cabreado porque el cajero se había tragado su tarjeta.
Aunque sinceramente, al margen de si se realiza una manifestación anti-mierdacanina, lo que yo quiero es una indemnización y que alguien me compre unos mocasines nuevos.
Publicar un comentario