Tras largo rato de paseo decidí sentarme en la terraza de una conocida cafetería dónde me arrojé a contemplar el escenario humano que se mostraba ante mis ojos. Mi mesa estaba elegida a conciencia pues se encontraba situada frente a una popular parada de metro utilizada tradicionalmente como punto de encuentro.
De entre todo el animalario circulante una fémina atrajo mi atención. Llevaba largos minutos esperando y su cara iba mostrando progresivamente un claro descontento. Miraba hacia un lado, después hacia el otro, miraba el reloj, miraba el móvil, y empezaba el ciclo mirando hacia un lado. Así repetidamente durante unos 20 minutos. Después decidió echar mano del teléfono y empezó una serie generosa de llamadas, en las que contaba a todos los interlocutores su última pelea con una compañera de trabajo con motivo de una polémica colocación de un ficus y el temor ante su futura cita con la peluquera. La chica repitió el diálogo tres veces con diferentes personas a las que apenas dejó hablar.
Cuando estaba a punto de empezar la cuarta ronda apareció el motivo de la espera: un chico delgaducho, con peinado hortera con pretensiones de modernez y cara de panoli acentuada por unos ojos enrojecidos y cerrados. El rostro ni se inmutó ante la cólera bíblica de su aparentemente novia, quien ante la incapacidad de éste para ofrecer una excusa plausible que justificara el tiempo de espera violentó más su retahíla de reproches. Les prometo que sentí como el cielo se oscureció y vi una bandada de aves abandonar la ciudad. Por suerte, los dos marcharon andando, el chico impasible y ella desarrollando un monólogo espectacular que pude seguir mientras iban avenida abajo gracias al colosal volumen de su voz.
La reprimenda se basaba en los siguientes términos. Su impuntualidad era una falta de respeto hacia su persona. Siempre llegaba tarde y le hacía perder el tiempo, pues ella tenía muchas cosas que hacer.
Encontré altamente dudoso que fuera el chico el agente de la falta de respeto pues éste, no sólo no había abierto la boca, sino que paradójicamente había sido objeto de una generosa batería de insultos. Por otro lado, pensé que si el chico siempre llegaba tarde, probablemente, podría argumentarse que la falta de respeto hacia el otro se podría atribuir también a la moza, que era radicalmente intransigente con la sistemática impuntualidad del mozalbete.
Al escuchar cómo le reprochaba el hacerle perder el tiempo, me asaltó el recuerdo de un libro de infancia: Momo de Michael Ende. En éste se relata la catastrófica irrupción de los hombres grises en una apacible ciudad. Estos hombres de traje y fumadores constantes de puros convencen a toda la población de la necesidad de optimizar el tiempo, de no malgastarlos en nimiedades y guardarlo para cosas importantes. Cuando la población se doblega a este principio ético que tiene el provecho como fin absoluto, el gris de la tristeza se apodera de la ciudad.
La crítica a la excesiva racionalización de la vida moderna que subyace en este libro es fácil de comprender. Podemos inferir entonces que “perder el tiempo” se convierte en un punto de fuga de una vida instrumentalizada. Poca gente discutirá lo sano de este consejo pero probablemente menos gente aún intentará seguirlo.
La experiencia de nuestra cotidianeidad hace aparecer la pérdida de tiempo como una reaccionaria quimera. Bien podría ser. Cualquier individuo que viva sumergido en la multitud de compromisos de la sociedad moderna sabe lo difícil que resulta tal resistencia. Quizás sería aconsejable tomarnos los momentos de espera como estos momentos de descanso en los que podemos abandonarnos a la nulidad utilitaria de la vivencia. Visto así, el tiempo de espera no es tiempo que se nos arrebata sino que se nos regala.
Si la moza hubiese seguido este consejo, se hubiese ahorrado el enfado y la riña con el novio. Aunque también podemos sospechar que no fue la espera lo que realmente le molestó, sino el terror a quedarse sola consigo misma.
Al escuchar cómo le reprochaba el hacerle perder el tiempo, me asaltó el recuerdo de un libro de infancia: Momo de Michael Ende. En éste se relata la catastrófica irrupción de los hombres grises en una apacible ciudad. Estos hombres de traje y fumadores constantes de puros convencen a toda la población de la necesidad de optimizar el tiempo, de no malgastarlos en nimiedades y guardarlo para cosas importantes. Cuando la población se doblega a este principio ético que tiene el provecho como fin absoluto, el gris de la tristeza se apodera de la ciudad.
La crítica a la excesiva racionalización de la vida moderna que subyace en este libro es fácil de comprender. Podemos inferir entonces que “perder el tiempo” se convierte en un punto de fuga de una vida instrumentalizada. Poca gente discutirá lo sano de este consejo pero probablemente menos gente aún intentará seguirlo.
La experiencia de nuestra cotidianeidad hace aparecer la pérdida de tiempo como una reaccionaria quimera. Bien podría ser. Cualquier individuo que viva sumergido en la multitud de compromisos de la sociedad moderna sabe lo difícil que resulta tal resistencia. Quizás sería aconsejable tomarnos los momentos de espera como estos momentos de descanso en los que podemos abandonarnos a la nulidad utilitaria de la vivencia. Visto así, el tiempo de espera no es tiempo que se nos arrebata sino que se nos regala.
Si la moza hubiese seguido este consejo, se hubiese ahorrado el enfado y la riña con el novio. Aunque también podemos sospechar que no fue la espera lo que realmente le molestó, sino el terror a quedarse sola consigo misma.