Por una desconocida ley de la termodinámica, en invierno la oscuridad y el frío empujan los cuerpos al calor de los hogares. Al mismo tiempo, por el mismo principio, el espíritu se bate en retirada y abandona la tierra de nadie que colinda con la piel. A este movimiento introspectivo es lo que llamo hibernación y, contrariamente a lo que se suele pensar, es algo que afecta al alma.
En esta reclusión espiritual el individuo -en este caso yo- al desprenderse del entorno se queda solo consigo mismo: sus recuerdos, anhelos, situaciones posibles, dudas y miedos. Cuando uno no puede generar nuevas vivencias, hace un repaso y revive las antiguas, que, al aparecer como eco de lo pasado y perdido, siempre tienen algo de cortante y desgarrador.
Como cada invierno sufro el mismo “vía crucis” he acabado por construir un ritual personal. En el momento en que el gris se apodera del cielo, lleno la despensa de un ingente número de mandarinas, desempolvo de mi discografía todos aquellos temas cuya escucha despierta en mi interior un impulso melancólico, y mantengo a mi lado una abastecimiento generoso de lecturas. Así me paso los días: comiendo mandarinas y leyendo al ritmo de apenadas melodías, dejando que mi mente transite errática en los callejones de la memoria.
Hay un recuerdo recurrente al que concedo especial importancia. Cuando vivía en la Antártida, siendo yo un pingüino adolescente, mi madre me llevaba a ver cada noche invernal la aurora polar. Para ello llenaba su mochila de mandarinas y me conducía a lo que llamaba “su lugar secreto”, una especie de colina lejos del barrunteo banal de los demás pingüinos. Así nos pasábamos las noches, comíamos mandarinas y éramos arrebatados por el movimiento calidoscópico de la aurora austral.
A menudo, en el camino de vuelta, manteníamos la misma discusión a propósito de la belleza y del arte. Mi madre, pingüina sensible y pragmática, defendía que el arte era el modo que tenía el hombre para imitar la capacidad de la naturaleza de crear belleza. Yo en cambio, totalmente influenciado por mis torpes lecturas de teóricos formalistas, defendía que la belleza poco tiene que ver con el arte. Pues pensaba que éste consistía en liberar el potencial de transformación semántica mediante la interacción vivencial con artefactos.
Dicho de un modo más llano ¿la finalidad del arte es la belleza o el sentido? Esta disyuntiva puede parecer hoy como superflua y estoy seguro que la mayoría de los lectores no tardaran en defender que las dos posiciones guardan su momento de verdad. Realmente no es difícil estar de acuerdo con tal propuesta, lo difícil es saber cómo pensarla.
Ahora, pasados ya unos años, sospecho que a mi madre no le faltaba razón, aunque sigo sin tener claro qué es la belleza. Uno puede definirla como aquello que agrada a nuestra sensibilidad, pero no respondería al hecho que, a veces, la belleza es un estímulo intelectual y podría también confundir un objeto bello con la belleza. Conviene recordar que el arte a menudo representa bellamente fenómenos atroces. Este problema es lo que en la tradición filosófica se enmarca en la cuestión sobre lo sublime.
Sea lo que sea la belleza pienso que tiene que ver con una vivencia en la que se expresa una normatividad. La experiencia de lo bello tiene forma de un arrebato en el cual el objeto parece exigir que toda la realidad debiera parecerse a él. Mediante la belleza la realidad nos exige una forma. Nos hace claudicar a la voz de ¡Esto debe ser así!
Asumiendo como verdadera esta noción mínima de belleza, puedo ahora entender que clase de acción es mi proceso de hibernación. En este la belleza se transforma en un ritual, con el objetivo de modificar (semántica y emotivamente) el desgarro producido por la nostalgia en un sedante estado de melancolía.
Así, el pasado deja de ser un paraíso perdido y se torna un pequeño oasis encontrado, con el que recuperamos fuerzas para continuar la travesía.