“En los entierros, la gente no lleva gafas de sol para esconder su dolor sinó la ausencia de éste”. Tal pensamiento se cruzó en mi mente hace unas pocas semanas atrás, estando yo en medio de un funeral. Rodeado de desconocidos vestidos en negro, enmascarados en un semblante solemne que ocultaba el profundo hastío que causaba el calor veraniego. Había algo de esnob en la situación, algo de ritual ciego. Parecía un baile de marionetas, ante el vacío que genera la muerte el hombre se aferra a la sistematicidad del protocolo. Viéndonos allí parados, se hacía evidente que realmente no sabemos cómo actuar ante la muerte. “Supongo que tampoco es para menos” pensé, hasta que un comentario de un asistente me indujo a reflexionar.
Dicho asistente, persona evidentemente creyente, aspetó con aire afectado “no nos lamentemos…. Ahora está en un lugar mejor”. Uno no puede escuchar esta frase sin pensar en la crítica nietzscheana al cristianismo. Según aquél, el cristianismo es un culto a la muerte, pues ésta es el tránsito hacia lo celestial, lugar donde reina dios y la verdad. De este modo la vida pasa a ser ilusión, algo pasajero y de valor relativo. Visto bien, para el cristianismo la verdadera vida empieza con la muerte.
A eso se le puede unir la crítica marxista a esta idea. Según el marxismo, esta descripción de la realidad esconde un uso ideológico, pues está destinada a perpetuar la situación miserable de los desfavorecidos y a mantener los privilegios de los dominadores.
En ambos casos (marxismo y Nietzsche) se critica la subordinación ontológica de la vida a un relato. Hay una extraña pirueta según la cual el espacio de nuestras vivencias pasa a ser falso y la verdad no es más que un relato, esto es la religión. Hay entonces una negación de la vida. Nietzsche llama a esta negación “nihilismo”.
Resultaría interesante ver que el nihilismo no es algo exclusivo del cristianismo sino propio de toda religión (o discurso sobre la estructura íntima de la realidad) que considere la vida como un mero tránsito hacia un estado superior que se encuentra más allá de la muerte. En nuestras actuales ciudades occidentalizadas y pretendidamente hiper-racionalizadas prolifera cancerísticamente algo que llamo “sabiduría new-age” que tiene como característica principal la mescolanza acrítica de motivos orientales con pseudo-científicos.
Según este discurso no tenemos que temer a la muerte, pues en esta no desaparece nada. Cuando alguien muere, lo único que acontece es una redistribución de átomos. El individuo se desintegra pero los átomos continúan formando parte del ser único (o dios). Digamos que con la muerte sólo se cambian los muebles de la habitación.
A estos conceptos de muerte entendidas como transición y reunificación atómica podríamos añadir un tercero que nace con postulada voluntad anti-metafísica. Éste es el existencialista que entiende la muerte como nada radical. Según éste la muerte és la desaparición total del individuo, situándose en contra de las más arriba mencionadas posiciones. De este hecho existencial primario nace según el existencialismo un imperativo moral fundamental: la exigencia de una vida auténtica. Delante de la nada de la muerte, el individuo asume la contingencia y nulidad de su existencia y decide dotar a la vida de un sentido mediante la heroica prosecución de un proyecto. Una vida auténtica es aquella que consigue hacer algo con sentido de tal modo que sea recordada una vez muerto el individuo.
Sin muchas dificultades puede observarse que en esta posición se introduce subrepticiamente la exigencia de utilidad de la vida. De nuevo la rémora de la productividad constriñe la noción de vida.
Quisieramos hacer notar ahora, que estos tres conceptos de muerte (como transición, dispersión atómica y nada radical) tienen una cosa en común: condenan al muerto al olvido.
En efecto, cuándo nos consolamos ante la pérdida de un ser querido argumentando que lo encontraremos en la otra vida lo que estamos haciendo es aliviándonos, negando el carácter de desaparición total que tiene la muerte. Algo similar sucede con la reunificación atómica, el individuo en tanto que materia del ser supremo no ha desaparecido, simplemente ha mutado la configuración. En ambos se sustrae a la muerte de su carácter trágico. El existencialismo mantiene este desgarramiento, pero también desprecia a los individuos que sucumben al final de la vida sin realizar un proyecto. En otras palabras, ¿cuántos héroes existencialistas conocemos que no hayan ganado un nobel o que no sean figuras literarias?
En los tres conceptos de muerte se introduce un olvido sistemático del individuo. Toda metafísica realiza un sacrificio de lo efímero en favor de lo eterno. Para ella, las personas son pequeños azares contingentes y la muerte, lo único invariable y permanente. Aquí se articula un discurso que asume la mirada divina despreciando todo lo débil y humano. En el nihilismo, las auténticas víctimas son los muertos. Pues pensar la muerte como espacio de tránsito impide el dolor de su pérdida y alenta a su olvido.
Quizás, si no queremos ser complices del olvido a los muertos, tendríamos que evitar pensarlos según un concepto de muerte y proceder a la inversa; esto es, pensar la muerte a partir de los muertos. Así puede surgir una noción de muerte más afin a nuestra experiencia cotidiana: la muerte es el dolor ante una ausencia irreversible.
Nos gustaría aquí pensar que si se quiere ser fiel a este dolor, el mejor modo de tratar a los muertos no es olvidándolos, sinó haciéndolos presente: dialogando con ellos, reconstruyendo sus elementos idiosincrásicos o recordando las vivencias compartidas. En el fondo, se trata de convertirlos en fantsamas.
Los fantasmas, en este sentido, habitan y actúan constantemente en nuestra vida. Un recuerdo, en un determinado momento, puede ser mucho más que una mera imagen mental, puede convertirse en una intervención activa del pasado en el presente. Una buena expresión plástica de ello la podríamos encontrar en el relato Los muertos de Joyce. En éste, el protagonista se siente menos que una máquina al confundir amor con lujuria y embriaguez. Esta sensación de nulidad se ve acrecentada al descubrir que el fuerte estado de melancolía de su mujer es causado por el inesperado recuerdo de su gran amor de juventud. Un chico que en un arrebato pasional perdió la vida. El protagonista, Gabriel, se torna conciente de que él jamás podrá causar este efecto en su esposa y, seguramente, nunca podrá amarla como lo hizo aquél joven miserable. En la revelación final del relato, hay una inversión radical, un cambio de estado entre vivos y muertos.
Si no queremos que la vida sea un mero desierto de presente transitorio, si queremos hacer justicia a la emoción de amor que coagula en dolor ante la muerte, convertir a los desaparecidos en fantasmas puede ser la mejor solución para evitar matar a los muertos y no condenarlos a la eterna existencia en la isla del olvido.
lunes, 14 de septiembre de 2009
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